Primeros capitulos

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Me levanté del escabel y avancé lentamente hacia una estantería cercana que servía de exposición a otros mil cachivaches atractivos.

―También tenemos esos marcos para fotos, son monísimos… ― descubrió la tal Paz-Cruz-Inés pletórica, volando hasta mí.

Uno en particular había atrapado mi atención y no por sus filigranas cordobesas, sino por la foto que contenía. Éramos Lolichi y yo, sonrientes y cogidas por la cintura, con nuestros sombreros imposibles en las carreras de caballos.

―Joder ―se me escapó―. No sabía que guardara esta foto.

La dependienta metió la nariz enternecida.

―Doña Lola le tiene a usted mucho afecto, habla maravillas, la adora.

―Yo también la quiero ―reconocí acariciando el cristal con la punta del dedo―. Fue mi primera amiga aquí en Madrid. ―Sacudí la cabeza poniendo las ideas en fila india―. Me refiero a cuando me mudé desde Bilbao donde mi padre tenía sus fábricas. Pero de esto hace ya un porrón de tiempo. ―Volví a dejar el marco en su lugar con cierta pereza―. ¿Le dirás que me haga una copia?

―Sí, claro, cómo no. Qué bonito que sigan ustedes siendo amigas después de tantos años.

Le lancé una mirada castigadora.

―No hace tantos, boba, a ver qué te piensas. Me marcho, me reclaman mis muchas ocupaciones. ―Y le di la espalda sin reparos.

―Vuelva cuando traigamos los artículos de la feria, le gustarán ―me despidió desde lejos en tanto yo me escabullía.

Seleccioné una cafetería preciosa, decoración zen y pedí un té verde con cardamomo, un brebaje de puta madre que me ha presentado Marina no hace mucho. Pensé un minuto en ella y en sus problemas de juguete. ¡Qué sabrá lo que es sentirse ilegítima de un día para otro! Y eso que a mí la panda de los García, mientras más lejos mejor, pero la situación no deja de tener su intríngulis. Luego dejé flotar mi imaginación con una sonrisa puesta, por culpa de la instantánea en la tienda de Lolichi. Fíjate que no había escogido una foto de su marido, ni de sus niños que eran un primor, ni de su madre a la que llamaba a diario. Me había elegido a mí, a mí entre todas sus amistades y parientes.

Repito que fue una suerte toparme con ella al poco de aterrizar en Madrid. Que entre todas las empleadas del Beauty, ella me eligiese, en lugar de la sádica Pili. Aunque esteticista, Lolichi venía de muy buena familia, me introdujo en el mundo de los pijos por la puerta grande y siempre se comportó como una verdadera amiga, afectuosa, cortés y discreta, sobre todo discreta. Jamás  tuvo un mal comentario ni una mirada hiriente respecto de mi relación con Jacobo. Un mérito, teniendo en cuenta que nos separaban cuarenta y muchos años, que yo era un bombón con más hambre que los canarios de Bartolo y él un millonario viudo, justo el tipo de víctima preciado para cualquier embaucadora sin escrúpulos. Y me sabía en el punto de mira de todo Madrid y parte del extranjero. La gente cotilleaba asegurando que me casaba por los posibles y eso a mí, me atormentaba.

Andábamos allá por mil novecientos noventa y dos o noventa y tres, ya no me quiero acordar. Eso de poder decir “hace treinta años….” me pone la carne de gallina. Jacobo de Ojeda era un sesentón millonetis que desperdiciaba su escaso tiempo libre dejándose amasar por las profesionales del Shiatsu del Beauty Salon. También jugaba al póker, al golf y todas esas chorradas que practican los ricos, pero especialmente le gustaba dejarse caer por allí una vez al mes. Desde que puso sus pupilas en mi persona (según me contaba Lolichi porque yo era demasiado pardilla como para darme cuenta), la frecuencia se incrementó a tres mensuales e incluso a una vez por semana. Yo perdía los nervios cada vez que me lo cruzaba y deseaba que el parquet me tragase, por la manera en que me miraba.

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