Serie: mujeres de hoy (3ª novela)

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Mi vida no se ha hecho para esperar. Tiempo perdido es tiempo muerto. Igual que la ropa de la temporada pasada, difunta, enterrada y echando peste. Acababa de mover la palanca que activaba el engranaje de la concesión de licencias, concretamente el dedo índice que le había metido a Tati entre las cejas. De modo que encargué a Tania los preparativos para comenzar cuanto antes. He de confesar que se puso pesadita con el rollo de los permisos, haciendo lo imposible porque yo me conformase y aplazara, pero tras dejarla hablar sola un rato al teléfono mientras yo veía la tele, me salí con la mía y quedó en mandarme las cuadrillas de forajidos que ellos llaman albañiles, en dos días.

Los vi descender de sus camionetas cual tuaregs del desierto en sus camellos bien alimentados. Me parecieron una visión divina, pese a sus monos deslucidos y las gorras con las viseras vueltas del revés. Pese a comunicarse entre ellos a base de gritos estentóreos y nombres como “Rodríguez, Plasta, Picha, Cacho cabrón” y otras lindezas similares. Iban a hacer de mi mansión un hogar de extra lujo con el que mataría de envidia a media capital y parte del extranjero.

El jefe de obra vino hacia mí, descubriéndose la calva con reverencia. Acepté darle la mano con ligera repugnancia. Por el polvo, más que nada, pero la tenía limpia como la patena.

―Encantado, señora.

―Señorita Lundberg ―le censuré con suavidad, no era cuestión de cabrearnos ya el primer día.

―Tengo a mis hombres al tanto del contenido del proyecto, se puso en contacto conmigo doña Tania y me explicó todo, me dice que está usted esperando las licencias…

―Cosa de un par de días, no tiene importancia ―sobreactué para que no desconfiase―, ustedes pueden ir empezando.

―Ya, pero… ―Se rascó la calva con los dedos que le quedaban libres después de sujetar la gorra.

―Que no pasa nada, hombre de Dios, hágame caso ―insistí sin perder la sonrisa.

―Pero sin los permisos… Mire que los del Ayuntamiento son muy puñeteros y una vez que nos liemos…

―Líense, líense, que de los del Ayuntamiento me encargo yo.

―No, si pasar no pasa nada, entiéndame, señorita. Lo peor, que vengan y nos paren el trabajo. Y yo tendría que saber en qué situación se quedan mis hombres… ―Me observó perspicaz. Gracias a mi experiencia negociando, pillé al vuelo lo que le preocupaba.

―Si son los jornales lo que le quita el sueño, puede irlo olvidando. Están en buenas manos. Si conociera usted mi cuenta corriente diría que en las mejores. ―Lo empujé sutilmente hacia el interior de la mansión―. Ande, empiece a dar órdenes a esa panda de golfos apandadores… Y hagan de esta ruina un hogar feliz.

―Usted manda ―resolvió por fin, cuando ya no me aguantaba las ganas de endiñarle una patada en las espinillas.

Y de repente todo fluyó. Engrasado como la maquinaria de una noria en la feria. Perfecta, redonda. El encargado giró la gorra sobre su calva y empezó a dar voces. No me imagino cómo, los albañiles captaban las órdenes y la reforma con mayúscula cobró vida: hombres que iban y venían, descargaban arena, ladrillos, latas de pintura, listones de madera, vigas, una hormigonera que empezó a chirriar en un apartado del jardín, protectores plásticos extendidos encima del césped…

Suspiré de alivio. Y tomé mi móvil para marcar el número de “Gestoría Asensio”. Como era de esperar, contestó Tati.

―Gestoría Asensio, dígame.

―Soy Cayetana Lundberg. ¿Con quién hablo?

―Señorita Cayetana, que alegría oírla, soy Tati, Tati para servirla.

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