la casa de la plaza

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―Ni café, ni galletas ni otras muchas cosas, supongo ―recité con seriedad clavándole unos ojos acusadores. Marina trató de escabullirse.

―Bueno, no he tenido tiempo de hacer la compra, con tanta entrevista de trabajo y tanto follón…

―Dime al menos si tienes para pagar la hipoteca del piso ―la arrinconé sin dejarme amilanar.

Marina se retorció nerviosa las manos y no respondió. No con palabras. Pero yo estaba especialmente lúcida aquella tarde.

―Me lo figuraba. ¿Hasta cuándo piensas aguantar?

―Aún he pagado la de este mes pero no tengo más que el cincuenta por ciento de la próxima y eso me preocupa.

―¿Cómo no iba a preocuparte, si esos cabrones van y te clavan un veintitantos por cien de interés a poco que te retrases?

―Tengo la esperanza de encontrar trabajo ―se auto consoló.

Llegó el camarero con el pedido y yo me giré de espaldas a propósito. A ver si con una generosa panorámica de mi fantástico trasero, se atrevía a volver a llamarme señora. Con aquellos vaqueros pitillo tan bien colocados, aderezados con chaquetilla Chanel y taconazo, consciente de no aparentar más que treinta y pocos. Ya quisiera la cateta de tu novia, chaval.

―Hechos, Marina. Nada de esperanzas flotando en el éter, que tú flotas mucho. ¿Has pensado en vender el piso?

―Claro, pero no pienses que un alquiler va a costarme menos que la cuota hipotecaria. ―Se abrió una gélida pausa que nadie quebró―. Lo que yo en realidad quería comentarte…

―La nevera como un ascensor, ropa de mercadillo, a punto de perder tu apartamento. ―Meneé la cabeza reprobadora―. Esta no es la Marina que yo conozco.

―¡A eso voy! Es que creo que me está pasando algo. ¡Estoy rara por dentro!  Mira, el otro día que te llamé, acababa de tirar por la alcantarilla una magnífica oportunidad de trabajo. Imagina, uno de los más prestigiosos despachos de Madrid y tengo al jefe casi convencido… Entonces va y me da un ataque de locura inexplicable. Ayer, otro episodio parecido. Yo misma me las arreglo para boicotear todas mis entrevistas de trabajo, no es normal… ―Rompió a llorar con desesperación y algo más de ruido de lo conveniente. Volví a sentirme incómoda, pero en la cafetería cada cual atendía a lo suyo y nadie nos observaba.

―Define “algo” ―exigí. Marina alargó su cuello por encima de la mesita.

―Que me estoy volviendo loca, Caye –susurró siniestra.

―Anda, te vas a estar volviendo loca tú, si eres lo más sensato que ha parido madre…

―Sufro episodios extraños, alucinaciones, se me corta la respiración, me entran sudores…  ―cuchicheó.

―Será la ansiedad… ―deduje sin mucha dificultad.

―Meto la pata sí o sí y parece que lo hago adrede. La última entrevista que hice me dio por contarle al entrevistador los más escabrosos cotilleos del dueño de mi antigua empresa y mira por dónde son compañeros de equipo de golf… Me echó del despacho, te puedes imaginar… ¿Pero por qué no consigo mantener la boca cerrada?

―Sí que es raro, sí, teniendo en cuenta que tú hablas poco…

―Y en otra me entretuve en soltar de sopetón cien y un chismes de oficina que ni en mis peores tiempos de quinceañera cutre. La entrevistadora, claro está, me dijo que preferían emplear personal más discreto. Figúrate y fue fina, la mujer, teniendo en cuenta lo mucho que me pasé.

Yo la atendía ahora por primera vez, con la boca abierta. Los mogollones de Marina siempre me habían parecido un poco surrealistas, pero esto pasaba de castaño oscuro. Fruncí el ceño y buceé en busca de una solución.

―Yo antes era una chula ―confesó volviendo a llorar.

―Tú nunca me has sido eso ―renegué con firmeza.

―Sí, no creas… Cuando trabajaba en la Asesoría, cuando iba de señorita economista con traje. Y antes de eso, si me llegas a ver cuando tenía mi propia empresa… Bueno, si me viste… Incluso en los primeros meses de mi despido… Pero me he desinflado conforme han pasado los días.

―Que no ―remarqué machacona―. Tienes un problema, eres incapaz de decir “NO”, alto y claro. Siempre has sido más bien niña ONG.

Marina me miró vivamente interesada, por medio de un velo lacrimógeno.

―No sé por qué te empeñas en ponerme ese mote.

―Un ejemplo: ¿recuerdas cuando me atendiste en tu despacho? Cuando me arreglaste lo de la inspección fiscal del demonio. ―Saqué un cigarro, lo encendí y le lancé una bocanada de humo en pleno rostro.

―Sí, me acuerdo. ―Tosió fatigosamente y abanicó el aire con la mano, pero no protestó.

―¿Ves a lo que me refiero? Lo hago a propósito y no eres capaz de mandarme a la mierda: mira, es fácil, “Cayetana, echa el humo para otro lado”. No, tú te lo tragas. ―Observé su reacción sumisa―. Lo de tu despacho… Se te olvidó cobrarme.

―¡Ah!

―Seguro que ni te coscaste. ―Le propiné un suave codazo―. Suerte que yo le solté mil euros a tu secretaria. ―Los ojos como platos de Marina me revelaron algo sumamente indignante― ¡No me digas que no te los dio! ¡La muy zorra!

―Parecía buena chica ―musitó Marina medio en trance.

―Lo que yo decía. Si no le cobras a tus clientes y permites que la mala pécora de tu asistente te robe… ¿Qué esperas de la vida? Creo que necesitas ir al psicoterapeuta ―anuncié como quien descubre América. A Marina el color, se le retiró de la cara.

―¿Al psiquiatra, dices? ―repitió sin aliento.

―Of course. Milagroso, créeme.

―Sí, ya me figuro los milagros a trescientos euros la hora. ―De un bocado le arrancó las dos patas al cruasán. Qué de tiempo sin morder nada tan sabroso, por Dios…― ¿Quieres decirme qué parte de “no tengo un duro” es la que no entiendes?

DEL SUELO AL CIELODonde viven las historias. Descúbrelo ahora