La embustera más divertida...

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―¿Estás siempre así? ―Neil rompió el silencio sobresaltándome.

                        ―¿Cómo?

                        ―Seria, enfurruñada. No he sido capaz de verte los dientes.

                        Si era un chiste, no tenía gracia. Estiré los labios cuanto pude y exhibí mi deslumbrante caja de piños. ¿Algo que objetar? Eran blanco natural.

                        ―Tenemos un problema que resolver, por si lo has olvidado ― repliqué retornando a mi mueca hosca.

                        ―Si tú te aclarases… ―deseó con aire sensato. Pero fue un cañonazo a mis oídos.

                        ―¿Me echas la culpa? ―me agité. Neil se descompuso―. ¿Me apuntas con el dedo, insinuando que soy culpable de este lío? ¡Hasta ahí podía llegar tu desfachatez! ―Me puse dramáticamente en pie y arrojé la servilleta hecha un guiñapo sobre la mesa.

                        ―Cayetana te lo ruego, toma asiento. ―Trató de apaciguarme repartiendo turbadas miraditas por las mesas vecinas. Se extendía por el público restante una especie de rumor, que yo desoí. Una vez que me embalo, no sé detenerme, ya os lo he confesado antes.

                        ―No me da la gana de sentarme. Has tenido mucha suerte de que yo sea benevolente permitiendo que me fastidies el almuerzo. Estaba divinamente sola, gracias, no me hacía ninguna falta que vinieras tú a insultarme. ―Tironeé de mi bolso que se quedó inoportunamente atascado del respaldo de la silla. Fue infructuoso, mientras más tiraba, más se enganchaba. Intenté distraer su atención mientras lo liberaba―. No soy ninguna bruja, soy una chica encantadora con la que da gusto tratar, para que lo sepas. Eres tú el intratable, el salvaje, el… ―Por fin la cincha del maquiavélico bolso cedió y se me vino encima― ¡Vikingo! ―Alargué la mano para recuperar mi tarjeta de visita pero Neil adivinó mis intenciones y fue más rápido: la trincó y la hizo desaparecer dentro de su bolsillo. Estiré la barbilla dejando clarito que no me importaba perderla. Tenía más.

                        Giré sobre mis tacones y me dirigí muy digna hacia la salida que por cierto y para mi estupor, resultó ser el aseo. Permanecí allí dentro guarecida unos minutos, los suficientes para despistar y luego me escabullí a buscar la auténtica puerta. ¡Ya podían señalizarla con más claridad, leñe!

                        Mi ojeada subrepticia me mostró al bello Neil, que continuaba en nuestra mesa engullendo el almuerzo con lenta elegancia. Puede sonar raro en mí, pero llevaba el corazón en un puño. Además de viento fresco, necesitaba desahogarme y para ello, nada mejor que un café con Marina. De camino empezaría a tramitar lo de la licencia que ya urgía, visto como se estaba poniendo el percal. Toda aquella confusión me tenía negra. Ojalá pudiera reírme de alguien aún más desgraciado que yo.

                        Y podía. La punzada me trajo un par de ideas. Malvadas, todo hay que decirlo, pero, ¿qué es la vida de una chica sin algo de diversión? Saqué el móvil y marqué dos números: el primero, “Cerrajería Flores”. El segundo, de una empresa de alquiler de automóviles de lujo. Lo hice con una sonrisa peligrosa entre los dientes.

                        Cuando entré en el cuartito miniatura de contabilidad, Marina charlaba con Adela, para variar, de cosas triviales llamadas gatos. Que si una tenía una gata llamada Berta (a esa, por desgracia para mis medias, la conozco). Que si la otra vivía con Colin Farrel. Apliqué la oreja, pero no, era otro minino. ¡Qué felices son los pobres! Sin problemas, sin herencias ni mansiones y encima van y se quejan.

DEL SUELO AL CIELODonde viven las historias. Descúbrelo ahora