primeros capítulos

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Doña Sofía se procuraba mis servicios con una regularidad que me abochornaba, porque yo era una inútil que sólo recogía y trasladaba objetos sucios de aquí para allá y ella se empeñaba en que la atendiera. Al sacarme el título de manicurista (resultado de la persistencia de Lolichi, para qué nos vamos a engañar), vio el cielo abierto; se hacía las manos un día sí y otro no y aprovechaba para contarme sus cosas, los libros que leía, los viajes disfrutones que se pegaba. Yo lo apuntaba sin demora en mi libreta y lo memorizaba en el retrete.

Pili, entretanto, me medía desde lejos como si fuera a fabricarme un ataúd a ojo. Y continuaba librando su particular batalla por aislarme, pero Cayetana crecía y ella se iba quedando atrás. Sospecho que me odiaba en secreto. Un día por fin, doña Sofía lo soltó. Aquello que desde tanto tiempo atrás, yo me olía.

–No sabes lo mucho que me recuerdas a mi sobrina Nadia.

–Qué nombre tan precioso –dije al deshacerme de una cutícula– ¿Dónde está ella ahora?

–Espero que en el cielo –suspiró–. Tuvo un terrible accidente de tráfico con sus padres en El Cairo, justo en la curva donde empiezan a adivinarse las pirámides.

–Vaya, señora Sofía, lo siento una barbaridad. –Y era verdad. Por poco se me saltan los lagrimones.

–De eso hace ya muchos años, pero estábamos muy unidas, no pasa un día sin que la recuerde. Y cuando te vi aquí me dio un vuelco el corazón. –Sus ojos me sonrieron–. Es curioso, tanto tiempo viniendo y nunca había pasado nada digno de mención. Y ahora apareces tú, chiquilla linda.

Enrojecí hasta las orejas. Con mi pelo rubio, el rubor es mucho más notorio.

–Usted es siempre tan considerada conmigo, se lo agradezco mucho porque estoy sola en Madrid y las charlas que tenemos… Es usted una maestra fabulosa.

Sofía echó atrás la cabeza y rió cantarina de buena gana.

–Aduladora. Ahora que recuerdo, te traje algo. ¿Me pasas mi bolso?

Salté del taburete como un tapón y me hice con el fabuloso shopping-bag de cocodrilo. Claro que por aquel entonces, yo no sabía que el bolso se llamaba así y no distinguía la piel de cocodrilo de la de rana. La señora hurgó en su interior y sacó una cajita de bombones de chocolate suizo.

–Te vas a morir cuando los pruebes, ya no querrás otra cosa –aseguró.

Eso es lo malo que tiene lo bueno: una vez que una lo prueba, es difícil volver al piso de abajo. Acepté el regalo abrumada por sus atenciones, camuflándolo bajo el delantal para que la panda de arpías que tenía por compañeras no arramplara con ellos. Con el cariño que doña Sofía me mostraba, tenía de basta y de sobra, desacostumbrada como estaba, pero percibí que ella era feliz con aquel sencillo intercambio de afectos, igual que yo. Las dos, más solas que la una. Eso sí, ella hasta las cejas de millones y yo con más hambre que el perro de un ciego. Hasta me hice ilusiones de que me adoptase, pero claro, no dije esta boca es mía y me limité a zamparme el chocolate extranjero, sentada al fresco en un banco del parque con Lolichi al lado. Como dos reinas.

Del mismo salón era cliente asiduo mi ex marido, Jacobo de Ojeda, en la zona de tratamientos masculinos. Siempre fardando, con el Ferrari aparcado en la puerta. Pero de él, ya me acordaré otro día, no quiero amargarme la tarde.

De vuelta al presente, atravesé la barrera impenetrable de operarios que me persiguieron con miradas lascivas (ni me inmuto, ya estoy más que acostumbrada) y me dirigí a la dependienta que tiene fija Lolichi. Nunca recuerdo su nombre, no sé si es Paz o Cruz o Inés. Ella solícita, me salió al encuentro.

―¡Señorita Cayetana, qué alegría verla! ―Será por la pasta gansa que me dejo allí cada vez que paso.

―¿Tu jefa? ¿Otra vez escaqueada? ―pregunté posando mi bolso en el mostrador.

Soltó una risita tapándose la boca con la mano. Y es que es muy buena chica, pero tonta como ella sola.

―Está en Ámsterdam en una feria ―me informó.

Vaya irresponsable que tengo por amiga: madre de dos hijos pequeños y tiene que ir a divertirse a Holanda, con la cantidad de parques temáticos que tenemos por la zona.

―Me ha contado por teléfono que va a traer una mercancía excepcional. Seguro que a usted le gustan muchas de las cosas…

Caí en la cuenta.

―Ah, una feria de mercancías.

―Sí, claro ―confirmó ella sin saber muy bien a qué venía mi comentario.

―Anda, Paz, que vengo desganada, véndeme algo.

―Huy, no se me ocurre…  ―Vaya con la espabilada― ¿Qué le apetece?

―¿Yo qué sé? Gánate el sueldo ―la reté.

―A ver, siéntese aquí. ―Me condujo a un taburete mullido tapizado de terciopelo granate―. Voy a traerle unas manoletinas con lentejuelas ideales…

La corté en seco con un agitar de dedos.

―No, no, nada de bailarinas. Yo nací con los tacones puestos, el zapato plano le va fatal a mi espalda. Otra cosa.

―Pues unos fulares de muerte…

Hice un gesto de aburrimiento.

―Tengo cinco mil, contando por encima. ―Vi que se ponía como verde.

―Han venido con pantalón a juego. ―Volví a desinflar sus expectativas― ¿Y un caftán? ¿Un sombrero? ¿Broches imitación antiguo? ¿Algo de bisutería? ―Yo negaba. La atribulada dependienta de Lolichi corría de un perchero a otro a tal velocidad que se volvía invisible. Más mal que bien, yo me divertía.

DEL SUELO AL CIELODonde viven las historias. Descúbrelo ahora