5. Palacete va, Palacete viene
El traslado en taxi fue agradable. Pasó a ser excitante, al enfilar la calle de una de las más lujosas zonas residenciales de la ciudad y yo escudriñaba a un lado y otro haciendo apuestas conmigo misma, tratando de identificar cuál sería mi propiedad heredada.
Cuando se detuvo al final de una calle cuajada de arbolillos decorativos, el estómago me daba saltos de alegría. Pero ¿qué veían mis ojos divinos? Ni más ni menos que un palacete. La guinda que le faltaba al pastel de mi vida. Pasar de llamarme Antoñita Mari García a Cayetana Lundberg, encima ser propietaria de semejante joya, de buen ver y podrida de pasta.
¿Alguien da más?
Le pregunté al taxista, no fuese a desinflarse mi globo de ilusión.
―¿Está seguro que es esta la dirección?
―Sí, señorita, segurísimo como que son las dos de la tarde.
Después de llamarme señorita hubiera podido perdonarle cualquier fallo. Incluso que se perdiera con el reloj. Pero sí, eran las dos clavaditas, así que sin tenerlas todas conmigo, me bajé del taxi despacito, para no despertarme en el supuesto que estuviese soñando. Para mi despiporren y alegría, a cada paso que daba, el suelo se mantenía firme bajo mis pies, no se desvanecía. Tenía que empezar a aceptar que aquello estaba ocurriendo de verdad. Benditos fueran los polvos de mi madre en Murcia.
Saqué las llaves de la cancela, temblando de pura emoción. Me recordaban a las verjas de Versalles, todo hierro repujado, aunque para ser sinceras, las mías estaban un poco cascadas. Oxidadas hasta decir basta y dando acceso a lo que debería ser jardín y no era otra cosa que una selva virgen donde el pie del hombre no hollaba hacía quinquenios.
―No pasa nada. Nada que una buena cuadrilla de jardineros no pueda transformar… ―me dije mientras empujaba la verja con el peso de mi cuerpo completo.
Tanto apreté que acabó por ceder y tras ella, toda yo y mi precioso vestido de lana de entretiempo. Estuve a punto de caerme de boca a un charco de barro que se había formado justo a la entrada, con las primeras lluvias de otoño, unos días atrás. Pero tanto Pilates y tanta leche en verso tienen que servir para algo: recobré la verticalidad de un modo milagroso. Espié de reojo al taxista por si había sido testigo de mi casi “hocicada”, pero no, el buen hombre andaba liándose un cigarro de los de verdad. Tomé aire y me ajusté el bolso a la sisa. Había que tener ganas y bravura para adentrarse en semejante follaje. Pero que yo veía mi casa hoy sin tardar, es que la veía. Por mis bemoles.
Me rompí un tacón y me destrocé las medias; me enganché en cada rama de cada arbusto que me encontré en el trayecto de la verja a la casa. Mi melena perfecta de mechas más perfectas todavía, se quedó adosada a un ciruelo de esos decorativos que ni dan fruta ni nada y que me costó un buen mechón. Mientras liberaba mi pelo, lo crucifiqué con la mirada y me juré que aquel bicho inmundo sería el primero en caer cuando mi cuadrilla de jardineros valerosos irrumpiera en la espesura.
Valió la pena el esfuerzo. Fue sacar los pies de entre las malas hierbas y toparme con la más hermosa construcción que mi calenturienta imaginación hubiera podido crear (y te advierto que creo sin control ni freno). Una mansión de estilo victoriano en bastante buen estado (especialmente si la comparaba con el jardín).
Cotilleé los cristales de las ventanas. Debían de haber dejado muebles dentro, cubiertos con sábanas blancas que le daban un aspecto fantasmal. Yo soy muy aprensiva para esas cosas. No iba a ponerme a investigar a quién había pertenecido la vivienda antes de que mi difunto padre la adquiriese, pero tampoco iba a ponerle fáciles las cosas a los espectros. De modo que saqué mi agenda electrónica y apunté: “Vaciar el palacete. Urge”.
Me separé ligeramente del lateral y caminé hasta el porche delantero. Espectacular. La mansión tenía infinitas posibilidades y yo ya me veía dando fiestas a trocho y mocho, convertida en la Isabel Preysler del nuevo milenio. Un gustirrinín difícil de identificar, me recorrió la espalda. No lo recordaba igual, ni del día de mi divorcio.
Dejé vagar los ojos por la zona delantera del agreste jardín: había una hermosa piscina que recuperaríamos y una pérgola ideal para cócteles, que luciría hermosa una vez mi casa hubiese reconquistado su antiguo esplendor. Saqué el móvil y me puse a marcar como una desquiciada.
―¿Jardinería Espenser? Buenas tardes. Habla Cayetana Lundberg. Sí, buenas tardes, ya se las he dado antes. Señorita, no tengo mucho tiempo y necesito contratar una cuadrilla de trabajadores para poner a punto las zonas verdes de una mansión que andan un poco… digamos descuidadas. ¿Podría pasarme con el encargado? Gracias. ¿Buenas tardes, con quién hablo? Ah, sí, Isidro, encantada yo también. Mire voy a darle la dirección por si pudieran comenzar mañana mismo, es que hay que adecentarlo… Bueno, no sé cuánto personal haría falta... ¿Conoce usted la selva del Amazonas? ¿No? Pues mañana la ve sin falta. Se lo digo para que se haga una idea, cuantos más mejor, que esto está fatal… Apunte, apunte.
Misión cumplida. Ya tenía el primer paso. Tecleé nuevamente.
―¿Tania? ¡Cayetana! ¿Qué pasa chica, cómo andas? Cuánto tiempo… Ya no te pasas por el gim… Te vas a poner redondita como te descuides… Si es que los arquitectos andáis como liebres, siempre de un lado para otro. Pues vas a tener que hacer un hueco en tu agenda y no me digas que no… ¡Huy, qué más quisiera yo! De momento no es para invitarte a almorzar, se trata de trabajo pero si te portas bien igual tienes suerte. ―Solté una risita discreta para amenizar aunque yo, cuando trato cuestiones profesionales, suelo ser de lo más seria―. Mira, apunta la dirección de mi nueva propiedad: quiero que la veas y me aconsejes sobre alguna reformilla. No, el loft no lo he vendido ni lo pienso vender. Yaaaa, pero esto es una pasada, cuando lo veas te vas a quedar muerta. Ya verás la de cosas que se nos ocurren. Y por cierto… ¿Tenéis ahí en el estudio algún tasador? ¿Puedes pedirle que te acompañe? Convendría disponer de una peritación oficial sobre el verdadero valor de la propiedad. Sí, puede que esté pensando en venderla, al fin y al cabo mi loft es mi loft… Vale, si finalmente decido venderlo, tú serás la primera a quien avise… ―Hice la peseta con el dedo corazón derecho mientras le sonreía al móvil―. No te pongas difícil porque te aviso con mucho tiempo. Van a venir a arreglar los jardines, así que calculo una semana o semana y media. Ya te telefoneo si acaban antes. Chao, chaíto, guapi.
Al presionar el botón rojo del aparato, le saqué la lengua. Esta Tania es más tonta que un bocado en el culo, pero no tenía en la agenda ningún otro arquitecto fichado. Además, ella en el gimnasio va siempre pavoneándose de lo que tiene o deja de tener, alardeando de último modelo de mallas. Yo le he metido unos rollos de ven aquí y no te menees, debe andar cerca de creerme hija ilegítima del Papa, pero quería darle con mi mansión en las narices, porque ella lo valía.
El impulso del orgullo me condujo a la verja de entrada, con la ligereza de una pluma. Destaconada y todo, hasta tropecé menos. Aún así, mi aspecto debía de ser deplorable a juzgar por la mala cara con que me miró el taxista. Crucé con él una mirada de las mías que le hizo cambiar de opinión y tragarse el consejito que estaba a punto de suministrar. ¿Que el jardín estaba hecho una pena? Para eso tenía una ojos. Y a partir de mañana, la solución estaba en camino, así que menos lamentos, menos samba y más trabajar.
De regreso al loft más contenta que unas pascuas, jugueteé para matar el tiempo del trayecto, con los dijes de mi pulsera. Uno de los miles de regalos de Jacobo. Otra cosa no tendría el muy bobalicón pero lo que era gusto para las joyas, le sobraba un rato. En nuestros años de relación, pre y post matrimonial, me procuró tal amasijo de alhajas que en vez de joyero, tenía los cofres de Barba Roja el pirata. No sentía el menor escrúpulo en seguir luciéndolas, de ordinario no me recordaban a él. Tampoco sentía el menor remordimiento por todas las mentiras que le eché en nuestros años juntos; fueron justas y necesarias. Las que sí me escocían eran las que le conté a doña Sofía, mi ángel particular, mi mecenas. No se las merecía. Pero creo que para aquella temprana época, yo ya no sabía vivir sin mentir para decorar.
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DEL SUELO AL CIELO
RomanceCayetana procede de un pueblo pequeñito del sur de España y empleando sus armas de mujer, accede a la jet set madrileña. ¿Qué hay detrás? Un enorme castillo de trolas y embustes. Cayetana, que ni siquiera se llama así, es una mentirosa compulsiva qu...