Capítulo 03: Bienvenido a la mansión De la Rosa

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Fortunata estaba admirando el collar que había mandado Píramo para su hija, cuando Gema entró a la habitación, sorprendiéndola.

—¡Por Dios, Gema! —le gritó molesta—. ¡Toca la puerta antes de entrar!

—¡¿Por qué?! ¿Estabas haciendo algo malo?

—Claro que no, pero me asustaste.

—Lo siento. Oye, mamá, ¿recuerdas el vestido que me trajiste de Costa Blanca hace algunos meses?

—¿El café con amarillo?

—Ese mismo. Necesito que me prestes unos guantes, para usarlo hoy en la noche.

Fortunata miró con desconcierto a su hija.

—Ese vestido ya traía guantes, y unos muy lindos por cierto.

—Sí, bueno, el amarillo no es mi tono favorito.

—Gema, por favor... —comenzó a decir Fortunata, pero no supo cómo acabar la frase.

Sabía el motivo por el cual su hija no quería usar esos guantes, era el mismo motivo por el cual no aceptaba salir a pasear a la playa, era el mismo por el que de niña decía que el día de su boda se iba a casar de negro. Despreciaba su color de piel y se traumaba al ver que era la única muchacha de sociedad de San Sebastián mulata.

Pero, ¿con que derecho le decía que eso no importaba, que lo importante es el interior y no lo de afuera, si ella había rechazado al amor de su vida por no tener dinero? No tenía otro remedio que apoyar a su hija en sus ideas, aunque estas estuvieran equivocadas.

—Tengo unos guantes de seda que le quedan al tono —le dijo con ternura—. Deja te los busco.

—Gracias, mamá —Gema le sonrió a Fortunata, suavizando sus facciones.

Una vez con los guantes en las manos, la mulata salió de la habitación de su madre. Fortunata echó el cerrojo de la puerta y buscó debajo del tocador.

—Lo que me temía —El dije de estrella se había roto. Había perdido una de las puntas, seguramente con la que se había estrellado contra el suelo. Fortunata lloró por largo rato.

Eran las once, cuando la diligencia en la que viajaba Soe se detuvo en medio del camino

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Eran las once, cuando la diligencia en la que viajaba Soe se detuvo en medio del camino.

—Aprovecharemos para tomar un poco de aire —les dijo el chofer.

Soe bajó para estirar las piernas y así pudo ver el motivo por el cual se habían detenido: un carruaje había sufrido un accidente, y aunque no era de gravedad, había perdido una rueda.

Un hombre ya entrado en años había hecho señales para que se detuvieran ayudarlo. Se veía que él era el chofer del carruaje y un muchacho alto rubio y fornido era el pasajero. La ropa llena de sudor y polvo admitía que había intentado cambiar la rueda él solo, pero era imposible para una persona, y más aun para una sin herramientas. Se podía presumir que el chofer era demasiado anciano para ayudar.

Flor ImperialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora