Y solo se escuchaba eso, dos latidos, que ni siquiera iban acompasados. Cada uno a su ritmo, a su aire. Pero nunca irían al mismo ritmo, ni por casualidad. Eso sí, descompasados pero juntos. Básicamente escuchar ese latido era el motivo para later del otro. Pero cuando sonaban juntos (pero nunca a la vez) es que se avecinaba tormenta, no de esas que arrasan con media ciudad, incluso con las ruinas; sino de esas que hacen que crezcan flores junto a estas. De las que arreglan, lo arreglan todo de golpe. Nosotros fuimos tormenta, cuando bailábamos pero no bailábamos por la cama, cuando nos deslizábamos debajo del edredón. Fuimos dos latidos, juntos, latiendo de forma diferente, recíprocos, ya que el latir de uno tranquilizaba al otro. Una vez el mar en calma después de la tormenta, corazón sobre corazón; descansaban dos latidos acelerados, como si todavía hubiera tormenta. Una vez así esperaron a que esos latidos aminoraran y, de nuevo el mar se empezaba a revolver...