Tengo la corazonada de que nadie nunca jamás leerá esto.
Escribo escondida en el rincón que nace de la distancia del escritorio donde apilo mis libros y riego mis tareas y la cama en la que sueño más de lo que duermo.
Ya no sé que hacer.
Me están persiguiendo. Vienen por mí. Eso sí lo sé.
Tengo miedo, quiero gritar, quiero correr, quiero llorar.
Desearía ver a mis padres. Pero no puedo, no están.
Ya no están.
Ellos los mataron. Y van a matarme a mi también.¿Mamá y papá habrán ido al cielo? ¿Yo iré al cielo? ¿Si quiera se va a algún lugar después de morir? Nunca me lo había preguntado. No en serio. No así.
Estaba lógicamente enterada de que algún día moriría, por supuesto. Me enteré de ello cuando murió mi tio Felipe, hermano de papá, el que nunca faltaba a las reuniones familiares y contaba chistes que hacían reír hasta a la más amargada de mis tías—la tía Gaby—. Le dieron tres balazos. O eso escuche.
Los hombres tienen un arma. ¿Irán a matarme a balazos a mí también? ¿Será uno? ¿Serán dos? ¿Tres? ¿Con cuántos mataron a papá y mamá?
Estoy llorando. Escucho sus pasos desde mi alcoba y siento que estás son literalmente mis últimas palabras. No sé en qué gastarlas, no sé que escribir, no tengo ni la menor idea de qué es lo suficientemente valioso para ser nombrado aquí.
Estoy en blanco.
En todo lo que puedo pensar es en que no quiero morir, no quiero morir, no quiero morir.
De verdad no quiero.
Están aquí, están forzando la puerta de mi habitación. Y aunque me cueste y me aferre a lo contrario acepto la verdad: Es el fin.
Mamá, papá, donde quiera que estén, espero encontrarnos pronto.
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La antología de cuentos de Liz.
AléatoirePequeñas historias, pensamientos, cuentos y textos que pasan por la mente de una niña.