Llovía, recuerdo que llovía mucho cuando la conocí.
Me miró con los ojos más tristes y me sonrió con la sonrisa más diminuta. Me dijo que se llamaba Lucía.
Nunca la volví a ver, pero pienso constantemente en ella. En su nulo calzado, en sus ojos tristes y cansados y en su casi inexistente sonrisa.
A veces me encuentro a mí mismo (en el autobús, en la oficina o leyendo un libro) pensando en si será de esas personas que tienen una conexión inherente con su nombre.
Tengo un diccionario de nombres. Me lo regaló mi abuelo cuando cumplí trece, junto a un separador que intencionalmente había dejado en la página que explicaba el origen de Jacob.
Mi nombre es Jacov, con v. Ya sabía que era de origen hebreo y que me llamaba así porque a mi mamá le gustaba tanto leer la Biblia como darle su toque personal a las cosas: a mí me regaló una v.
En algún momento cambié el separador a la página 43, la página de Lucía, que viene del latín y significa Luz.
Aunque me gusta mi nombre, a diferencia de mi abuelo, no pienso que todas las personas vivan condenadas a la descripción de su nombre, pero al mismo tiempo creo que Lucía es la persona más llena de luz que he conocido en toda mi vida.
Por supuesto, no la conocí en su momento más extravagante, pero definitivamente era una persona extravagante. Lo sé porque sentí una energía explosiva que parecía jugar al escondite detrás de su (por poco) desapercibida sonrisa.
Cuando recuerdo ese día, pienso en lo mucho que me habría gustado recordarle que era luz y que (eventualmente) volvería a hacer lo que mejor sabe hacer la luz: brillar.
Marco con mi lapicero su nombre y cierro mi libro antes de regresarlo al librero.
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La antología de cuentos de Liz.
De TodoPequeñas historias, pensamientos, cuentos y textos que pasan por la mente de una niña.