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Los días pasaban en las mismas 24 horas de siempre, pero yo sentía que todo pasaba en cámara lenta, y bajo ese martirio, mi cuerpo y alma siguieron encadenados a la voluntad de Gerard. 

Habían días en los que desaparecía entre mis pensamientos, cuando el Sol proclamaba el mediodía pero el vulnerable refugio de las cobijas me ocultaban de él. 
En ocasiones, rompía en llanto a la mitad de la noche, aunque nunca estuve muy seguro de por qué. Papá, siempre al pendiente, iba hasta mi habitación, se sentaba en la cama y me rodeaba con un brazo, mientras que, con su mano libre, se encargaba de retirar cada lágrima. Estaba tan angustiado... incluso me propuso sacarme de la escuela, pero eso sólo haría enojar a Gerard.

Jamás amé a alguien más que a mi padre, de todo lo que la vida me había enseñado, él me mostró que el amor es lo único que no puede pervertirse, claro que eso lo entendí mucho tiempo después, cuando ya sólo podía extrañarlo. Cuando sólo podía llorar sin que me consolara.

Cuando cumplí 17, él entró silenciosamente a mí habitación minutos antes que el despertador sonara para sacarme del único lugar donde podía estar tranquilo, llevaba un pastelito glaseado con una vela en la mano derecha y una pequeña caja negra en la izquierda.
Poco duró su estancia desapercibida, pues un molesto pitido interrumpió mi sueño.

-Mi pequeño Frankie... -susurró con la voz entrecortada y los ojos llenos de lágrimas- no puedo creer que ya seas un hombre, si apenas ayer logré encontrarte...

Sólo papá podía hacerme sentir que mi existencia no era un desperdicio, el me dio los únicos momentos felices de esos dos años, y jamás me pidió algo a cambio.

Yo sólo pude abrazarlo durante un largo rato, no tenía otra cosa para ofrecer.

-Sé que no estás bien, Frankie -dijo sin previo aviso, pero con su habitual tono dulce- todo lo que quiero es que estés bien. Por favor, dime qué...

-Señor Iero, se hace tarde -habló tímidamente una de las empleadas de la casa.

- En un momento vamos -respondió él sin despegarse de mí, y cuando ella regresó a sus labores, me hizo mirarle a los ojos- jamás dejaré que nada malo te pase.

-¿Hablamos en la cena? -dije como si me estuviera quemando por dentro. Estaba desecho, pero dispuesto a contarle todo de una buena vez, seguro que él me protegería siempre.

-Claro que sí, hijo -y su sonrisa me iluminó la mirada.

El pastelillo terminó devorado, y el regalo intacto sobre mi mesita de noche.

Era tarde para ir a la escuela.
Era tarde para ir al trabajo.
Era tarde, pero no lo suficiente.

Quiéreme [FRERARD]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora