Treinta.

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Abrí mis ojos, sentí mi cuerpo, mis golpes, mis heridas. Mi cabeza ya no estaba nublada, no quedaban muchas dudas en ella. Todo o casi todo se había disipado cuando Damon entró en aquella celda con esas letras amarillas que me cambiaron casi la vida. Suspiré aliviada al saber que él nunca había sido de los malos y que nunca quiso hacerme daño, al revés. Fui una idiota con él.

La habitación del hospital era blanca, pequeña, luminosa y confortable. Yo diría que era la misma estancia de la otra vez pero, claro está, todas las habitaciones en aquella planta eran iguales.

Miré a mi alrededor. No había nadie en la butaca, tampoco se escuchaba ruido en el baño. Estaba completamente sola. Me empecé a sentir insegura e indefensa en aquella tranquilidad profunda. Me incorporé de la cama y me giré para salir de aquella cómoda y blandita cama pero algo lo impidió. Mis manos estaban a ambos lados de la camilla atadas con una especie de pulsera de belcro muy resistente a los tirones que mis manos les proporcionaban. Las contenciones de nuevo. Imágenes y más imágenes pasaban por mi mente. Mike dándome golpes, Mike cortándome el brazo, Mike haciendo barbaridades...

Ese nombre era lo único que tenía en mente. No podía dejar de pensar en él.

Empecé a gritar como si no hubiera mañana. Mi cuerpo estaba poseído por el miedo, mi mente estaba traumada por lo vivido. Era imposible que un ser humano viviera lo que viví sin sufrir trastornos y yo no era una excepción. Me había vuelto loca. Ahí estaba, gritando por una única y, quizás, imaginaria razón: Mike.

La puerta se abrió de golpe y entró un guardia del FBI con la pistola en la mano preparado para disparar a quien estuviese allí conmigo aunque para sorpresa de él, yo me encontraba sola en aquella habitación.

Mi cuerpo seguía estremeciéndose y gritando sin control hasta que el agente bajó su arma, se acercó a mi, me miró con sus bonitos ojos ámbar y me dijo con su voz tranquilizadora:

- Tranquila señorita Meyer, no va a pasar nada. Está a salvo.- me sonrió mientras que me sostenía con sus brazos para que dejase de gritar. Por detrás vi llegar a una enfermera con una jeringuilla en la mano.

- Oh no.-pensé- No quiero que me drogue. ¿Qué es aquella sustancia? Me van a secuestrar otra vez. Ellos son de los malos.

Notaba mi mente enfermiza delirar. Ya no distinguía lo bueno de lo malo. No sabía quién quería hacerme daño.

Ella se fue acercando por el lateral de la cama donde estaba el agente y me miró con una sonrisa. Después se fue a aproximar a mi brazo para inyectarme el líquido transparente que contenía el pequeño frasco pero retiré como pude mi brazo. Hizo un amago de nuevo pero volví a retirar éste antes de que posara esa pequeña aguja entre la piel de mi brazo izquierdo.

El chico de ojos ámbar que había entrado en el momento de mi grito, me agarró fuerte el brazo impidiendo que lo moviese. Era imposible, tenía una fuerza casi divina o, podía ser que quizás yo estuviera demasiado débil como para moverlo.

- Descanse señorita Meyer.- me dijo el joven mientras que la enfermera vaciaba la jeringuilla dentro de mi. Cuando terminó ella, el agente me dedicó un saludo militar con su mano derecha y se fue.

Me volví a quedar sola pero mucho más tranquila. La enfermera me miró con una expresión de pena en el rostro. Cerró la puerta lentamente y el silencio volvió a mi estancia. Aquella droga que corría por mis venas estaba empezando a dejarme totalmente relajada hasta el punto en el que mis ojos pesaban. Y cerré una vez más los ojos.

. . . . . . . . . . . . .

Me desperté sobresaltada al sentir de nuevo una inyección en mi brazo derecho. Tenía fobia a aquellas agujas. No podía soportarlas. Abrí los ojos azarada y me encontré con el doctor que me habían asignado. Él me revisaba los puntos de la herida del cuchillo que se encontraba localizada en mi brazo. Llevaba los guantes puestos y la observaba con atención aunque se asustó al verme saltar cuando me tocó la zona de la herida.

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