Lunes

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Esta mañana le dije mi nombre, esperando que le interesara. Pero no le importó. Es extraño. Si él me dijera su nombre, a mí me importaría. Creo que sería más agradable a mis oídos que cualquier otro sonido.
Él habla muy poco. Quizás porque no es inteligente y eso lo sensibiliza y desea ocultarlo. Es una lástima que tenga que sentirse así porque la inteligencia no significa nada; lo valioso reside en el corazón. Me gustaría poder hacerle comprender que un buen corazón amante es rico, muy rico, y que sin él la inteligencia es pobre.
A pesar de que él habla muy poco, tiene un vocabulario bastante considerable. Esta mañana utilizó una palabra sorprendentemente buena. Sin dudas, se dio cuenta de que era buena, ya que la repitió dos veces más, como por casualidad. Pero no fue por arte de la casualidad, sino que demuestra que tiene una cierta cualidad perceptiva. Sin duda, esa semilla puede llegar a crecer si se cultiva.
¿De dónde sacó esa palabra? No creo haberla usado nunca.
No, a él no le interesó mi nombre. Traté de ocultar mi desencanto, pero supongo que no tuve éxito. Me alejé y me senté en la ribera con los pies dentro del agua. Es donde voy cuando tengo hambre de compañía, de alguien a quien poder mirar, a quien poder hablar. No es suficiente -ese encantador cuerpo claro que se dibuja allí en la laguna- pero es algo, y algo es mejor que la completa soledad.
Habla cuando le hablo; está triste cuando estoy triste; me conforta con su simpatía; dice: “No estés descorazonada, pobre chica solitaria; yo seré tu amiga”. Es una buena amiga, mi única amiga; es mi hermana.
¡Aquella fue la primera vez que me abandonó! Ay, nunca podré olvidarlo, nunca, nunca. Sentí el corazón sepultado dentro de mi cuerpo. Me dije: “Ella era todo lo que tenía y ahora se ha ido”. Y en mi desesperación agregué: “¡Rómpete, corazón; ya no puedo soportar la vida!”, y escondí el rostro entre mis manos y no había consuelo para mí. Pero cuando las aparté, después de un rato, ella estaba allí otra vez, clara y radiante y hermosa, y me arrojé en sus brazos.
Fue una felicidad perfecta; había conocido antes la felicidad, pero no era como ésta, que era un éxtasis. Nunca más dudé de ella. A veces estaba lejos -quizás una hora o dos, a veces casi todo el día, pero esperaba y no dudaba; me decía: “Está ocupada, o se fue de viaje, pero volverá”. Y era así: siempre fue así. A la noche, ella no venía si estaba oscuro, porque es muy tímida, pobrecita; pero si hay luna, ella viene. Yo no tengo miedo de la oscuridad, pero ella es más joven que yo; nació después. Son muchas las visitas que le he hecho; ella es mi consuelo y mi refugio cuando la vida es dura, y casi siempre lo es.

El diario de Adan y Eva (Twain)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora