Un aliado

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«Pero, ¿has perdido la cabeza, hija mía?» preguntó el anciano, rojo de cólera, que estaba de pie delante de la reina, sentada ante su tocador.

«¡Silencio, no os permito hablarme en ese tono!» lo interrumpió la soberana bruscamente, interrumpiendo su meticuloso cepillado del cabello «¡Acordaros a quién os estáis dirigiendo! ¡Sé lo que hago y nada me detendrá!»

El hombre bajó la cabeza, confuso, parecía estar buscando las palabras. Tras un corto momento de reflexión, renunció a hablar, así que, sencillamente, se acercó a ella y le agarró sus manos. La Reina bajó la mirada hasta sus manos unidas y las miró sin reacción. Ante el contacto de esas manos en las suyas, se relajó, pero su mirada continuó negra de cólera.

«Sé que no es lo que quieres escuchar, Regina, pero nadie aquí es capaz de decírtelo. Así que, por favor, escucha al menos a tu anciano padre...»

Ante esas palabras, la Reina se ablandó y hundió su mirada en la de su padre, que continuó

«Sientes rencor hacia Snow, puedo comprenderlo. Pero, por piedad, no dejes que el odio se apodere de tu corazón y oscurezca tu juicio...No sabes a dónde puede llevarte esto. ¿Quién sabe a dónde puede llevarnos la escalada de la venganza? Esa pobre princesa no ha hecho nada, no puedes hacerle pagar los crímenes de su madre»

«Es la hija de Snow» escupió la soberana con rabia y desprecio « Y eso basta para hacer de ella mi enemiga. ¿Esa desgraciada me lo robó todo y ha tenido el derecho de vivir feliz con el imbécil de su marido, y su amable hijita? No, pagará por lo que me ha hecho, ya sea en sus propias carnes o a través de su hija. Los Charming pagarán de una manera u otra...»

«Pero, ¿has pensado al menos por un instante en las consecuencias de tus actos? ¿Cómo vas a...?»

«No os atreváis a decirme lo que está bien para mí...» respondió ella, amenazadora «Tuvisteis en otro tiempo la oportunidad de protegerme, pero no la aprovechasteis. ¡Ahora, es demasiado tarde para querer hacer de mí alguien de bien!»

«Regina...» suspiró, resignado

«¡Y no me llaméis más así!» rugió ella «¡No me llaméis JAMÁS así! Ya no soy Regina, soy la Reina Malvada y deberéis acostumbraros. Y ahora, ¡fuera de mis aposentos!»

Él sabía que cuando su hija entraba en ese estado de profunda cólera, nada ni nadie podría oponerse. Así que decidió dejar para más adelante esa conversación. Retrocedió a regañadientes, y le hizo una inclinación a su hija

«Bien, Vuestra Majestad...»

Ella no le lanzó sino una rápida mirada cuando él abandonó la habitación para adentrarse en el dédalo de pasillos del castillo.


Henry Mills estaba preocupado. Siempre había querido a su hija. Cuando ella había perdido a su amor de juventud, él había estado presente para sostenerla. Cuando ella había sido desposada a la fuerza, había sido su oreja amiga y el hombro sobre el que ella podía llorar. Incluso ahora que las tinieblas invadían, poco a poco, el castillo y el espíritu de su adorada hija, no había abandonado nunca lo que le era más querido que su propia vida.

Pero hoy, se inquietaba. Habitualmente, lograba razonar con su hija. Tras un crimen o una horrible sesión de tortura, lograba hacerla entrar en razón y hacerle prometer que no volvería a comenzar. Pero ahora, el estado de su hija le preocupaba. Jamás la había visto así, tan determinada a hacer el mal. Cuando supo lo del secuestro de la princesa, inmediatamente supo que la reina había franqueado otro umbral en el camino hacia la oscuridad de su corazón.

El canto del cisneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora