Un beso de Amor Verdadero

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Algunos segundos más tarde, otro hechizo los hizo desaparecer a los dos en una nube de color rojo oscuro.

La muchedumbre, estupefacta, había asistido a ese espectáculo sin moverse, como fascinada. Rumple elevó los brazos y dijo con una voz potente.

«La reina Regina ha sido juzgada por crímenes, asesinatos, tortura y violaciones sobre su pueblo y sus enemigos. ¡La condena es la muerte!»

Y, tras una última sonrisa maléfica dirigida a Regina, se volatilizó en una nube color sangre.

Emma apenas tuvo tiempo de comprender lo que sucedía cuando la nube mágica se disipaba ya alrededor de ella. La oscuridad del ambiente no le permitía ver dónde había sido llevada, pero ya lo sabía. Ese olor, esa humedad...Los conocía de memoria. Los días pasados al lado de Regina en los calabozos no podían engañarla.

«Definitivamente, voy a acabar por hacerme una dependencia oficial en esas celdas» murmuró ella esperando que el humor aliviara su angustia.

Algunos instantes más tarde, en cuanto sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudo escrutar con más precisión el sitio en el que se encontraba. Habiendo podido mandarla a cualquier de las decenas de celdas que tenía el castillo, como una enésima provocación, el mago la había enviado a la celda vecina de la de Regina. Solo una verja de barrotes muy apretados separaba las dos celdas. Dos muros que destilaban humedad formaban una esquina, y los dos otros lados de ese pequeño espacio cuadrado estaban formados por dos verjas: la que la separaba de la celda de Regina y la otra, única salida hacia el pasillo, que la separaba de su libertad.

Cuando comprendió dónde se encontraba, Emma se precipitó a la verja y llamó a Regina. Quizás también ella había sido enviada a la celda por el brujo. Pero nadie le respondió y no podía distinguir ninguna forma humana. Aliviada de que Regina no hubiera regresado a la celda, se inquietó de todas maneras al no saber dónde estaba y lo que sus enemigos podían estar haciéndole en esos momentos. Pero se obligó a pensar en otra cosa. La prioridad, de momento, era escaparse, para encontrarla lo más rápido posible.

«Sucio brujo, espera a que salga de aquí...» rezongó ella «Quizás me hayas encerrado, pero nada pierdes por esperar...»

Como alentada por sus propias palabras, Emma sintió la esperanza volver a su ánimo. Una minúscula esperanza, pero que por el momento le bastaba, suficiente para intentar liberarse. Felizmente para ella, el brujo no la había encadenado. Podía entonces fácilmente desplazarse a lo largo de las dos paredes y de las dos verjas. Así que, metódicamente Emma, caminó por toda la celda. Concienzudamente, arañó entre las piedras para intentar removerlas. Arañó tan fuerte que la sangre manaba de varias de sus uñas. Pero la adrenalina le hacía olvidar el dolor. Tenía que salir de ahí a cualquier precio, sus dedos sangrantes no eran sino un problema secundario. Pero cuando comprendió que la roca sería más fuerte que sus uñas, decidió enfrentarse con las verjas. Empujó, tiró, sacudió con todas sus fuerzas...Nada, estaban fuertemente apretadas y no se salían de sus goznes.

Al cabo de largos minutos de esfuerzo, al ver que no llegaba a nada, se sentó, con los puños apretados, intentando contener la sangre que salía de sus dedos destrozados. Apenas hubo recuperado el aliento, se volvió a levantar y retomó los asaltos. Durante varias horas, Emma se encarnizó en ello. A veces volvía a sentir las esperanzas cuando le parecía notar un imperceptible movimiento de la verja. Pero el metal aún resistía, y ella acabó por derrumbarse en el suelo, agotada y con las manos sangrando.


¿Se había quedado dormida? Y si era así, ¿cuánto tiempo había perdido en los brazos de Morfeo en lugar de apurarse para salvar a Regina?

El canto del cisneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora