Eterna juventud

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Los primeros rayos de sol mañaneros se posaron sobre la mejilla de la soberana. Sonrió bajo la caricia tibia y sus ojos se abrieron lentamente. Asediada por sus obsesivos sueños, su noche no había sido muy calmada. Apenas en pie, no pudo evitar pensar en la que había invadido su noche. ¡Cómo la deseaba, cómo la quería...!

Pensó en su enfrentamiento de la víspera: nunca nadie había mostrado tanto valor para resistírsele como ella había hecho, nunca nadie le había plantado cara con tanto aplomo.

El coraje de la princesa la subyugaba, la obsesionaba. Tenía tal carisma y tal fuerza de espíritu que Regina estaba completamente confundida. Siendo sinceros, por primera vez en su vida, estaba desconcertada ante una adversaria de su talla. Y eso le agradaba. Así que sí, tenía que aceptarlo, la princesa Charming le gustaba gracias a su físico más que exuberante, pero sobre todo estaba atraída por su fuerza de carácter, tan combativa.

En cuanto hubo abierto los ojos, la reina solo tuvo un deseo: realizar todos los sueños que había tenido esa noche, y repetir ese cuerpo a cuerpo sexual que había tenido la víspera con...¿cómo se llamaba? Regina ya lo había olvidado...

Pero una pequeña voz la machacaba. Algo muy ligero y muy pesado la alentaba con la orden de no forzar a la princesa. Nada le impedía bajar a los calabozos. Habría podido ir a satisfacer sus deseos como bien le pareciera. Pero no podía.

En realidad, no lo deseaba. Por primera vez en su larga existencia, no quería darse placer en sentido único. Deseaba terriblemente que Emma también lo deseara, y ese insatisfecho deseo la volvía loca...

Con la atención perdida en sus pensamientos, dándole vueltas a sus irrealizables pulsiones, se sentó distraídamente ante su espejo mágico.

«Espejo, espejito mágico...¿Quién posee una belleza perfecta y pura?»

Como de costumbre, el rostro apareció y respondió

«Celebre es vuestra belleza, mi reina. Nadie puede resistírsele...Sin embargo...»

«¿Sin embargo?» preguntó la reina con una cólera contenida

«Sin embargo, Vuestra Alteza, en vuestros calabozos se encuentra la joven princesa...»

«¿Y bien? ¡Continúa!»

«Solo un carácter como el de ella puede oponerse a una orgullosa reina...»

«¿Qué quieres decir, espejo? Explícame en lugar de soltar enigmas a lo largo del día...» replicó Regina, molesta de que su espejo hubiera comprendido su frustración hacia su prisionera.

«Lo que quiero señalar es que puede que haya llegado el día en que vuestro poder cese. Vuestra gran belleza no puede rivalizar con tal personalidad»

«Deja de decir tonterías, me agotas» respondió ella, hastiada. «Muéstramela, venga...»

«A vuestras órdenes, Vuestra Alteza. Pero sabed que todo tiene un fin en algún momento...»

Tras esas palabras, el rostro se difuminó, dejando aparecer la imagen de la joven princesa sentada en su celda, con los ojos medio cerrados y la boca entreabierta.

Ella cantaba.

Inmediatamente, el enfado invadió a Regina. Entonces, ¿nunca dejaría de ser fuerte? ¿Haría falta que la dejara sin comer, que la torturara o que la violara de nuevo para que finalmente suplicara? Deseaba tanto que Emma le implorase que la liberara, que le suplicase y que la habitual luz de terror que amaba tanto ver en los ojos de sus enemigos brillara en los de ella. Se deleitaría concediéndole su piedad, como un favor que le diera.

El canto del cisneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora