La delegación

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Durante los días siguientes, la imagen opresiva de sus padres atormentó el alma de Emma. No podía evitar verlos, sentados en el trono, impotentes y débiles, y esa visión la torturaba. No lograba pensar en otra cosa, y no podía evitar sentirse culpable por haberlos colocado en ese estado. Las lágrimas venían a menudo, y las dejaba caer. Sentir el calor de esas gotas en sus mejillas le recordaba que aún estaba viva.

Cuando no pensaba en sus padres, su mente se veía invadida por Regina. No la comprendía y eso la perturbaba. Si solamente supiera lo que la soberana pensaba hacer con ella, habría podido anticipar los golpes y luchar. Pero su extraño comportamiento intrigaba a la princesa. ¿Por qué la había torturado si poco después la iba a curar? ¿Por qué mantenerla encerrada si le permitía usar su espejo personal? Y sobre todo...¿qué significaban esas extrañas miradas en cuanto la reina ponía sus ojos en ella?

También pensaba a menudo en su intento de huida fallido. Maldecía esa impulsividad que siempre la había caracterizado. Su carácter resuelto a menudo le había sido útil, pero no aquí, en ese castillo. Tendría que haber disfrutado de la confianza naciente que la Reina le dedicaba para estudiar el enredo de puertas y escaleras en lugar de saltar a ciegas sin ninguna estrategia.

Sus reflexiones solo se veían ocasionalmente interrumpidas por algún grito de algún prisionero, por el paso de un guardia o, más raramente, una visita de Henry llevándole comida, agua, o sencillamente conversación. Esas visitas eran indispensables para el equilibrio mental de Emma, que no perdía oportunidad para agradecérselo y aconsejarle prudencia, lo que, una noche, hizo reír al anciano.

«¿Vos me aconsejas que sea prudente?» dijo riendo

«En efecto, ¿quién sabe de lo que la reina sería capaz si se entera de que me ayudáis?»

Henry se puso entonces serio antes de responder

«Sé lo que hago, Emma. Si me río es porque me siento conmovido por vuestra bondad. Vos arriesgáis mucho más que yo, y lo lamento, creedme. No pensáis en lo que vos estáis arriesgando, y me aconsejáis que sea prudente cuando sois vos la encerrada en estos calabozos. Estoy conmovido, princesa...»

La bondad de la princesa había atravesado reinos. El rumor de su extrema amabilidad mezclada con un sentido agudo de la justicia había llegado hasta el Reino Negro, pero Henry parecía descubrirlo cada día. Y cada día, estaba más convencido: esa princesa sería la que salvaría a su hija.

Se había convencido una mañana cuando había querido curar su tobillo herido.

«Ya no vale la pena» había dicho Emma, quitándose la bota para enseñárselo

«Pero, ¿cómo es posible? No puede ser que mi ungüento...»

«No» había reído ella «No sé explicarlo, pero parece que vuestra hija, ya que no es una buena soberana, es una buena sanadora»

Henry había tardado un momento en comprender, pero cuando hubo alzado la mirada, ya no tenía la menor duda: Regina nunca habría hecho eso por ninguno de sus prisioneros. A ojos de su hija, Emma era especial, única...Y eso era lo que la salvaría.

«¿Te dijo algo: una palabra, una explicación...?» había preguntado él, con la esperanza invadiéndole su corazón.

«No dijo nada en absoluto...Pero sí dijo que no sabía por qué lo hacía»

Ese día, Henry se había marchado con el corazón más ligero.

Cuando Henry no venía a hacerla pensar en otra cosa, Emma dormía, comía, pensaba. Todos los días y todas las noches eran iguales.

El canto del cisneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora