EDMOND Y LEE III

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Lee jamás dijo nada, nunca se lo contó a su madre y menos a su padre, pero no era necesario que se lo contara, su madre conocía perfectamente a su hija, sabía que hablaba menos, que se relacionaba menos con ella, que solía bajar la mirada cuando le hablaba y respondía con débiles monosílabas; el hombre también lo había notado, y no solo con ella sino con su hijo, Edmond solía hacer gestos de fastidio y comentar algo nada educado, pero simplemente se mantenía en silencio, por un momento, el señor creyó que ambos estaban estresados por la escuela, quizá por exámenes o por trabajos, quizá habían peleado entre ellos y los traía cabizbajos, pero sucedió algo que puso alerta a los dos adultos.

Lee estaba coloreando, se había comprado un cuaderno para colorear junto con crayolas. A cualquiera le parecería normal, cualquiera diría que simplemente quiso o se le antojó colorar, pero la madre sabía que eso no estaba bien.

Cuando Lee era solo una niña, teniendo de entre siete y diez años, sufrió bullying en su primaria por el hecho de no tener papá, la mujer llevó a su hija al terapeuta ya que la niña comenzó a ser demasiado pasiva y tímida, algo que no debería pasar a su edad, la terapeuta le aconsejó tanto a la madre como a la niña que ella, Lee, coloreara cada vez que algo la frustrara, que despejara su mente y la entretuviera, y así hizo de nuevo Lee, con diecisiete años de edad volvió a colorear casi gran parte del día, incluso entre clases, a pesar de que le llamaban la atención, ella no dejó de hacerlo hasta que le hablaron a su madre, comentándole lo sucedido con Lee, eso puso a la mujer más de nervios, sabía de qué algo no estaba bien, y no estaba para nada equivocada, pero su marido le aseguró que no era nada.

Luego de un par de pláticas con su hija y preguntarle qué era lo que le pasaba, ella simplemente fingió que en verdad extrañaba colorear. Su madre no creyó ni un poco, pero no volvió a preguntar e insistir.

Los días pasaron y los encierros no cesaron, poco a poco, Edmond solía llevar algunas cosas extras, llenaba su mochila hasta el tope con comida y bebida para que ambos estuvieran un poco más tranquilos, pero él, más bien se trataba de convencer a si mismo que era por si le daba sed en cualquier momento, pero la realidad era que cuando Lee lloraba terminaba deshidratada, ahí es cuando ella bebía agua.

Los días trascurrieron y con ellos las semanas, pasó un mes y en ese mes en la que solían pasar alrededor de dos o tres horas la pasaban en silencio. 

El invierno llegó, el frío comenzaba a calarles pero lo soportaban, había sido así, hasta que un día, un día increíblemente frío y crudo...

Edmond ya había salido de clases y sabía que aunque tardara más en salir e ir al estacionamiento, los chicos siempre se quedaban ahí hasta que salieran los hermanastros, ellos ya tenían puestos sus ojos en los ellos. Ese día, Edmond buscó a Lee, para ser encerrados al mismo tiempo, llegó a su salón y ella salió pocos minutos después. No dijeron ninguna palabra, ni siquiera se dirigieron una mirada, pero eso era mejor que ser encerrados por separados.

A pesar de que su ritmo de pasos era lento, para ellos fue como si hubieran corrido, había pasado tan rápido que querían regresar por donde habían venido.

Salieron al estacionamiento y, efectivamente, los siete chicos se encontraban ahí, se encontraban riendo por algo, parecían tan ajenos a todo, pero no lo estaban, estaban esperando a los hermanastros. El primero en percatarse fue Jayden, les dijo que su hermosa y favorita pareja habían salido, ninguno tardó en romper su postura y correr hacía ellos. Vitoreaban sin cesar, alegres, felices de sus actos y ansiosos de que ya se repitiera.

Edmond y Lee se encogieron de hombros y esperaron a que los demás actuaran, ya no quedaba más que hacer más que esperar. Lee había dejado de forcejear, solo había ganado que le golpearan en el estómago, que doliera y que le salieran un par de moretones.

CARA PERFECTADonde viven las historias. Descúbrelo ahora