Prólogo

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Prólogo

En la casa de la familia Reynold, como tantas otras veces en día de tormenta se fue la luz, y la gran casa rústica a las afueras quedó completamente a oscuras. Maggey estaba a punto de acostarse cuando la penumbra inundó su cuarto. La voz de su hija de diez años la llamaba desde su habitación al final del pasillo, asustada.

―¿Mamá?

Maggey agradeció que la luz de la luna permitiera al menos distinguir el contorno de los muebles y no chocarse con ellos. Asió un candelabro viejo lleno de cera del cajón de su mesilla y tras prender la vela con una cerilla se dirigió a la habitación de la pequeña Madge. A los crujidos del suelo de madera que se escuchaban con cada paso, se unió de pronto un grito aterrador que detuvieron a Maggey Reynold en seco en mitad del pasillo.

Su hija.

Corrió tan rápido como pudo hacia su destino ya sin la ayuda de la débil llama del candelabro y empujó con violencia la puerta de la habitación. En la cama y bajo todas esas mantas imprescindibles para no helarse, pudo distinguir a la niña con los ojillos cerrados junto a su muñeca de porcelana. ¿Pesadillas, tal vez? Se acercó a ella y le acarició el pelo rubio con suavidad. La luna a través de la ventana iluminaba su dulce rostro de marfil. Reparó en que las mantas estaban alborotadas, y las descorrió para arroparla mejor. Al hacerlo, comprobó horrorizada cómo el pecho de la niña estaba empapado en sangre.
Ahogó un grito.
Desató con las manos temblorosas su camisón, y comprobó a duras penas que Madge tenía unos diminutos agujeros en el pecho; concretamente seis, tres paralelos a otros tres . Un graznido de terror emanó de lo más profundo de la garganta de Maggey. Se aferraba al tejido del traje de noche de su hija mientras balbuceaba palabras de desconcierto y pavor, manchando así sus dedos de la sangre que no dejaba de brotar de la niña.

Un relámpago iluminó la habitación durante el tiempo suficiente para que, al dirigir la señora la vista a la muñeca de porcelana, observase cómo sus pequeños y afilados dedos estaban ensangrentados. Y en mitad de la penumbra, Maggey gritó una vez más.

Un segundo relámpago dio luz de nuevo a la habitación, y la muñeca de ojos de cristal ya no estaba.

Emilly ya no estaba.

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