Capítulo 1: Un recuerdo lacerante

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Capítulo Uno: Un recuerdo lacerante

Los forenses se llevaron el gélido cadáver de Madge Reynold para proceder con la autopsia, y con ellos se fueron los inspectores que tras horas y horas de investigación no encontraron ni la más parcial huella dactilar. Cuando el sol comenzaba a despuntar, la casa quedó temporalmente vacía y en un asfixiante silencio, como si nunca hubiera sucedido nada. Maggey tenía la mirada vacía, ausente, perdida en ningún punto en concreto, en la inalcanzable línea del horizonte. Para esos policías no sería más que un caso más, una víctima más, puede que incluso una novedad, pues en aquel pueblo casi nunca ocurría nada especial; pero a ella le había arrancado una parte de su ser. Sentía el alma agotada, sin fuerzas para soportar todas aquellas preguntas que los inspectores no cesaban de repetirle, junto a las atormentaban su mente: ¿Quién podría querer hacerle daño a Madge?
Se abrazó a sí misma encogiéndose de frío por una breve ráfaga de viento, lo cual era curioso teniendo en cuenta que acababa de comenzar el verano. 
Maggey ahora estaría sola. Desde que su marido murió a causa de un accidente de caza, había vivido sola con su única hija en esa casa que ahora se le hacía demasiado grande y abrumadoramente solitaria. Cada noche se podían oír los aullidos de los lobos desde el bosque, y en días de tormenta, como esa noche nefasta, la débil luz que aportaba algo de vida a la casa desaparecía. Aún así le gustaba la pequeña rutina que suponía el vivir en ella, y en ese pueblecito de cien habitantes mal contados.

Según le habían dicho, dos inspectores de policía acudirían a su casa en aproximadamente media hora para ampliar el testimonio de Maggey sobre los hechos. Mientras tanto, la mujer se dispuso a pasear por el pequeño lago donde hacía cinco años, la tragedia bañó sus caprichosos pies. Según la versión de su hija, con unos cinco años de edad, Madge se encontraba jugando con su hermana, tres años mayor que ella, a las orillas de ese lago. Era demasiado grande y profundo para llamarlo estanque, de modo que siempre se le llamó así y nadie puso objeción a ello. El nombre de la segunda niña era Emilly.
La pequeña Madge le pidió a su hermana la muñeca de porcelana con la que Emilly había pasado los últimos cinco años. Ella se negó en rotundo, y Madge, ante la negativa de su cabezota hermana, y en un arrebato de furia la empujó al lago. Allí, sin saber nadar, comenzó a ahogarse poco a poco entre chapoteos vanos, mientras que Madge, demasiado pequeña como para saber reaccionar, miraba a su hermana mayor impotente, rígida. Poco a poco, Emilly fue dejando de luchar contra las aguas hasta que quedó inmóvil, inerte, con el rostro mirando hacia el oscuro fondo del lago y sus cabellos caoba rizados como danzando a su alrededor. Madge no apartó la vista del lago durante unos largos y agónicos segundos, esperando ver a su hermana alzar la cabeza y tomar una gran bocanada de aire para después regañarla severamente. Pero Emilly no lo haría, ya no se movería por sí misma nunca más. Y sobre las ya entonces calmadas aguas, se encontraba flotando a sus anchas una pequeña figura: la muñeca de porcelana cuyos ojos de cristal observaban a la pequeña Madge correr desesperadamente al interior de su hogar a buscar una ayuda inútil ya.

EmillyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora