Capítulo 15: Conmoción

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Capítulo Quince: Conmoción

Apenas había transcurrido media hora desde que Maggey Reynold cruzó la puerta de la comisaría, cuando se comenzó a escuchar un murmullo, un conjunto de voces en la calle. Los inspectores trataron de ignorarlo, pero la curiosidad, de la mano de la molestia obligaron a Henry a dejar la conversación con Julia y acercarse a la entrada. Reunidas frente a la puerta se encontraba una manada de vecinas curiosas que hablaban escandalizadas entre ellas. Cuando las mujeres repararon en la presencia del inspector al otro lado del cristal, elevaron el tono de voz. Henry dio media vuelta, pero pronto las escuchó llamarle.

―¿Se puede saber qué hacen aquí? ―les preguntó.

No podría el inspector repetir ninguna de las respuestas que recibió, pues se trataba de un cacareo general a distintas voces.

―Vale, de acuerdo. De una en una ―se sentía como lo habrían hecho sus profesores con él hace diez años.

―¿Es cierto, inspector? ―preguntó una mujer que parecía al borde de un ataque de nervios.

―¡Qué escándalo! ―chilló otra.

―Se veía ya venir…

―¿Pero de qué me están hablando? ―La cabeza de Henry estallaría antes de aguantar un minuto más.

―¡Inspector! ―le llamó una mujer de mediana edad. La reconocía, era la única periodista de Mayburg Valley; llevaba un pequeño periódico de fama local―. ¿Confirma la detención de Maggey Reynold?

Henry lo comprendió todo rápidamente y puso los ojos en blanco.

―No voy a declarar, márchense a casa ―respondió―. Todas.

Cerró la puerta tras de sí y llegó a la sala de declaraciones agradecido de no haber sido linchado por esas mujeres. En la habitación estaba su compañera sentada frente al hombre que había salido de casa de Maggey, el nuevo psiquiatra.

―¿Qué ocurre ahí fuera? ―le preguntó Julia.

―Vecinas de un pueblo pequeño; las noticias vuelan ―explicó, y tomó asiento―. ¿Me he perdido algo?

―No se preocupe, no hemos comenzado aún ―le calmó el doctor. Tenía una sonrisa afable y sincera, de esas que visten las personas amante de los animales y de las que te concede el favor que se le pida sin rechistar.

―Comience ahora ―le pidió Julia―. ¿De qué quería hablarnos?

El doctor apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó hacia los inspectores con gesto sobrio.

―Como ya les comenté esta mañana, considero que puedo dar por concluida la terapia con Maggey Reynold.  Este caso es uno de los más sencillos y a la vez complejos con los que me he topado durante mi carrera. Debo reconocer que una parte del resultado se debe a haber conversado con su antiguo psicólogo, creí que querrían saberlo.

―Confío en que al contrario que él, usted sea de ayuda ―comentó Julia.

―Yo también confío en ello, inspectora. En primer lugar, daré mi diagnóstico. La muerte de su marido hace ocho años y dos años más tarde, la de su hija mayor, derivaron en infelicidad, pérdida de motivación, ansiedad e incluso pensamientos suicidas, sí. Clínicamente se conoce a este trastorno como una depresión. Es, sencillamente, una depresión que se ha prolongado durante cinco años. Entiéndanme, una enfermedad así no es tan simple, pero no se trata de una esquizofrenia ni de psicopatía como presentan algunos… ―Dudó.―, bueno, posibles homicidas, sino de una depresión. Podría confirmar incluso que se trata de distimia o trastorno distímico, una depresión crónica.

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