Capítulo 4: Un despertar color violeta

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 Capítulo Cuatro: Un despertar color violeta

―¿Cómo dice? —preguntó completamente desconcertada la señora Reynold.

Julia se puso en pie y dejó la muñeca de porcelana recostada en la mecedora que había quedado libre minutos antes. Tomando asiento junto a la mujer, comenzó a explicarse bajo la estupefacta mirada de Henry y Maggey. Incluso la muñeca parecía escuchar con atención.

—Cuando estaba siendo transportada a las neveras, ya sabe, el lugar donde se almacenan los cuerpos hasta que se les practica la autopsia, al parecer comenzó a gritar y se incorporó súbitamente. Casi se cae de la camilla.

Maggey no movió un músculo.

—Eso quiere decir que no murió realmente anoche —dedujo helado Henry. Ciertamente era una noticia con la que quedarse boquiabierto.

—Eso parece —respondió Julia—, lo que es muy extraño, ya que no se le encontró pulso cuando los inspectores llegaron.

Maggey aún sobrecogida por los recientes acontecimientos, habló a media voz:

—¿Está ella bien?

La inspectora adoptó una sonrisa triste.

—Al parecer, instantes después de despertarse entró en estado de coma. En estos momentos se la está llevando al hospital.

Las últimas palabras de Julia cayeron como una losa sobre la mujer y el inspector, quienes automáticamente guardaron silencio. Únicamente se podía escuchar el chisporroteo del fuego consumiendo los troncos de madera y el tic tac de ese reloj de cuco, incesante y de alguna forma martirizador. Maggey Reynold abrió la boca, como si quisiera añadir algo más, pero en su lugar enterró la cara entre sus manos y comenzó a sollozar. Su hija estaba viva, le habían devuelto su razón de vivir. No le importaba que se hubiese sumido en un estado de coma, su corazón latía y sangre caliente corría por sus venas; había vuelto a la vida para estar con ella. Antes o después lo estaría.

Por su parte, Henry dirigió una mirada a Julia, mostrándole su confusión ante lo insólito del caso. Esta asintió con la cabeza de acuerdo con él. No necesitaban palabras.
Una nueva incógnita se había añadido a las anteriores, un nuevo misterio a aquel caso que no había hecho más que comenzar.

—Quiero verla —dijo con determinación la mujer al cabo de unos minutos.

—Desde luego —la tranquilizó la inspectora, ofreciéndole una sonrisa y un pañuelo de papel para enjuagarse las lágrimas—, la llevaremos al hospital.

—De... déjenme que me cambie —tartamudeó Maggey, quien vestía un camisón bajo una bata de algodón. Se levantó del sofá a punto de perder el equilibrio, y se encaminó al pasillo.

—Señora Reynold, espere... —dijo la inspectora. Temía que cayese al suelo por su frágil estado. Podía ser una sospechosa de homicidio, pero despertaba tal ternura que Julia dejó sus sospechas atrás temporalmente para salir tras de ella.

Henry, solo en la sala de estar, se pasó las manos por su pelo castaño y respiró hondo. Sentía malas vibraciones por aquel caso que, sin duda, no iba a ser como cualquier otro.

El inspector hizo ademán de imitar a su compañera e ir tras la señora Reynold, pero algo le detuvo: un ruido. Un mero chirrido al principio, crujidos constantes después. Este se dio la vuelta muy despacio, y un desagradable escalofrío le recorrió la espalda. La mecedora en la que había estado él sentado se movía hacia adelante y atrás lentamente, mientras las llamas de la chimenea le dibujaban sombras en el pálido rostro a la muñeca de porcelana, ahora de aspecto espeluznante. Henry dirigió la vista a la ventana; estaba cerrada. Y ahí seguía la muñeca, meciéndose, mirando a algún punto con sus relucientes ojos de color violeta.

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