Capítulo Dieciséis: Las cosas malas nunca vienen solas
Conmoción. Era el efecto que causaron las palabras de Maggey Reynold. Conmoción, de las que cortan el habla. Ambos inspectores intuían la verdad, pero no esperaban escucharla de labios de la señora Reynold.
Fue Julia quien habló primero.
―Lo reconoce… ―musitó―. ¿Por qué lo hizo?
Maggey contrajo el rostro en una mueca de dolor.
―Yo… yo solo quería… ―Sollozó.―, quería que Madge regresara con su padre. Y con su hermana. Sin ellos no podría ser feliz.
No pronunció palabra sin dejar de mirar a Henry, como clamando clemencia, pero este mantenía la vista fija sobre la mesa.
―Con que pretendía asesinarla para que se reencontrara con su marido y su hija mayor. ¿Qué hay de usted? ¿No quería reencontrarse con ellos? ―preguntó Julia. Aquella pregunta iba más allá del deseo de ver una vez más a un familiar perdido, sino del ansia de dejar este mundo amargo para unirse a él.
Esta vez, Maggey Reynold sí la miró, la miró con sus ojos avellanas cubiertos de lágrimas.
―Desde luego. Cada día de mi vida.
Julia recordó el día en que la vieron por primera tras cometerse el crimen, día en que Maggey se arrojó al lago de su casa.
No era difícil de creer.
―Entonces ―habló Henry, rompiendo su silencio―, ¿empleó la muñeca para acabar con la vida de su hija?
Maggey asintió lentamente con la cabeza.
―Por favor, explíquenos cómo lo hizo ―Había una parte de él que se aferraba a la esperanza de que hubiera alguna clase de error y la señora Reynold tuviera las manos limpias.
La mujer dejó escapar un suspiro entrecortado por los sollozos.
―Yo… Me acerqué a su habitación mientras dormía, y cogí lo primero que encontré. ―Frunció los labios.― La muñeca.
―¿Qué hizo con ella? ―preguntó Julia.
Maggey negó con la cabeza vehementemente.
―Tiene que contárnoslo ―insistió.
La mujer hizo acopio del poco ánimo del que disponía y habló:
―Le… le clavé las manos en el pecho. Creí haberla matado pero al parecer no fue así. Ahora está en coma. Mi niña no murió, tampoco vive. Si está así… si está así es por mi culpa.
Ya está. Lo había dicho. Y parecía haberse deshecho de un gran peso que le oprimía el corazón, no obstante no quedó en paz, nunca lo haría.
Se dejó caer sobre la mesa y rompió a llorar.
Le concedieron unos segundos a la mujer para que expulsara su rabia y el dolor amargo entre lágrimas saladas, pero debían proseguir el interrogatorio.
―De modo que la dio por muerta ―dijo la inspectora. Conocía la explicación que el forense le dio a esta aparente muerte, una catalepsia inusual; pero Maggey no lo sabía―. ¿Qué hizo entonces?
Maggey trató de mantener la calma, parecía estar al borde de una crisis nerviosa. Con manos trémulas se colocó el pelo tras las orejas.
―Un sábado por la tarde llaman a casa, y me comunican que mi marido ha muerto. Dos años después, oigo a mi Madge llamarme a gritos desde el jardín, y cuando llego, descubro que mi hija está muerta bajo el agua del estanque de mi propia casa. Ninguna de las dos sabía nadar, yo lo sabía, y aún así permití que jugaran junto al estanque, y ahora Emilly está muerta. ―Rió amargamente, una risa escalofriante.― Pero nada, nada es comparable a lo que sentí cuando vi a Madge así, cuando vi lo que había hecho. Yo la había matado, su corazón no latía. ―Se limpió la nariz con la manga de la camisa.― Quería que ella muriera, quería que ella y yo nos fuéramos para siempre de aquí. Pero en ese momento solo quería que abriera los ojos y… y que me hablara. ―Amenazó con volver a desmoronarse, pero reprimió las ansias de llorar respirando hondo.― Entonces llamé a la policía. Yo no había hecho aquello, ¡yo no soy una asesina! Pensé que la culpa de que Madge estuviera en ese estado era de la muñeca, ¡tenía sentido!
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Emilly
ParanormalTras los incidentes que marcaron trágicamente la vida de Maggey Reynold, ella esperaba poder disfrutar de unos años de calma junto a su hija Madge. Pero la misteriosa muerte de su hija, una muñeca de porcelana que ha dejado de ser adorable y el fant...