PARTE IV

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Se detuvo un momento a recoger un trozo quemado de periódico. Los rayos del sol casi habían hecho desaparecer toda la tinta impresa, sin embargo, pudo descifrar el escueto titular que llenaba la primera plana -¡Hambre!-. En efecto, aquella fue la segunda plaga que azotó la tierra. La actividad solar no sólo se cebó en las personas, si no que actuó sobre toda la vida en el planeta. Los pájaros dejaron de volar, confundidos por la radiación y caían exhaustos al suelo sin poder encontrar su ruta migratoria habitual. El ganado moría en todas las granjas afectado por los intensos rayos UVA que el sol arrojaba. Otro tanto ocurría con las tierras cultivadas dónde, literalmente, se achicharraban los vegetales y los frutales. La hambruna se extendió por todos los países y, de nuevo, primero azotó a los países atrasados castigados históricamente por la carestía de los alimentos para, luego, llegar a las naciones ricas y sus grandes ciudades.

En las urbes occidentales los supermercados se vaciaron mientras que la gente pagaba auténticas fortunas por una lata de albóndigas. ¡Dinero! -vaya ilusos, para lo que les sirvió-. La mayoría de los que amasaron riquezas, amontonado con el dolor de sus vecinos, acabaron muriendo solos en oscuras habitaciones, en las que se creyeron seguros. A pesar de ello, hubo momentos que grupos de incontrolados asaltaban los comercios llevándose de todo. Todavía recordaba un noticiario en el que aparecía una abuela arrastrando un carro con un enorme televisor. Hacía falta ser estúpida, ¿qué coño pensaba hacer con aquello? Las fuerzas del orden primero y, poco después, el ejército comenzaron a patrullar por las calles. Esta medida hizo que los tiroteos se sucedieran a diario. Los gobiernos decretaron la ley marcial y las tropas recibieron órdenes de ejecutar a cualquier merodeador. Era un desesperado intento por salvar el edificio del capitalismo instalado en la economía mundial.

En aquellos días, él no salía de casa, como tampoco lo había hecho prácticamente desde que nació. Pero recordaba aquella sensación de sobresalto, cada vez que escuchaba una descarga cerrada, que atronaba el silencio acomodado en la ciudad desde el inicio del fin. Sin transporte público y, menos, privado y, con la gente refugiada en sus casas, los fusilamientos retumbaban como campanadas terribles en la metrópoli hueca. Un atardecer, él escucho voces por la ventana. Aprovechando que mamá había salido a buscar alimento, se asomó un poco por una de las ventanas que su madre había cubierto con mantas. Aparto un poco una de las telas y observó con el corazón oprimido. Fuera, un grupo de soldados y policías empujaban a dos chiquillas. Debían de tener doce o trece años. Sucias y cubiertas con toda la ropa que habían conseguido para proteger sus delicadas pieles se arrodillaban y parecían implorar perdón. Los hombres no se amilanaron. Consiguieron llevar a una de las niñas a una pared y la remataron con dos o tres disparos. La otra seguía gritando aterrada y se agarraba a la bota de uno de los soldados. El militar Intentó soltarse y, al final, levantó el otro pie y aplastó la cabeza de la niña sin miramientos. Él No pudo ver más, se retiró a un rincón de la habitación, mientras que las arcadas le lastimaban las costillas. 

Extraña enfermedadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora