PARTE XXIX

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El grito sonó inhumano. Parecía como si un lobo, herido de muerte, llamara a su camada. Mario lo oyó alejarse y no estuvo muy seguro de si provenía de la boca de metro. Estaba más ocupado en atender a Susana. Allí estaba. Rota, como una muñeca desmadejada. Despacio, con suavidad, susurro cerca de lo que antes era su oído.

—Cielo, verás como te pones bien.

—Yo…

—No hables preciosa. Descansa.

—Mario… ojala todo hubiera sido diferente —su voz  se fue apagando lentamente.

 Mario suspiró cuándo notó que la respiración de ella se acompasó. La miró con ternura aunque la penumbra le impedía ver con claridad el terrible daño que el sol había hecho en la pobre muchacha. Tenía curiosidad. Así que agarró su macuto y hurgó hasta encontrar una pequeña linternita de las que vendían los chinos. La luz que daba era la mar de mortecina pero debía reconocer que las pilas duraban un montón. Apuntó con ella a la chica y, al instante casi se le cayó de las manos.

—Madre mía —contrariado bajo la voz. No quería despertarla por nada—. ¿Qué te ha pasado chiquita?

El rostro de ella había desaparecido y se había convertido en una especie de gasa aceitosa descolgada. La carne sobre la nariz había desaparecido y se podían ver los huesos de su nariz. Las orejas se habían retorcido y encogido. De tal forma que casi no se las podía reconocer. Todo el tejido blando se había licuado y se había convertido en aquella especie de gelatina rosada. Era como si le hubiera caído encima un millón de litros de aceite hirviendo. —¿Cómo podía dormir?— Pensó muy sorprendido por la resistencia del cuerpo humano, No tenía agua y no podía consolarla, así que era mejor que ella descansara. Dio gracias de nuevo a esa enfermedad que le había destrozado la vida y que, ahora, le estaba salvando el pellejo. Pero su pensamiento volvió a la chica.

—¿Qué pasará cuándo despiertes? —Su pregunta resonó en la oscuridad— No tengo medicinas, no puedo ayudarte…

Su voz se quebró por la angustia. Y el estado de la chica no era su único problema. En cuánto muriera aquel puto sol, los otros volverían a por ellos. Si los encontraban, los matarían sin más, no podían arriesgarse a que volvieran a escaparse. Pensó. Lo de Susana no tenía solución así que se dedicaría a Raúl y sus compinches. Empezó a darle vueltas a la cabeza y se concentró en su escondite.

—A ver —susurró—. Tenemos unos50 metroshasta el metro. Las huellas habrán quedado la mar de claras. Así que esos capullos saldrán por nosotros en un plis plas.

Tenía que idear cómo escapar de allí. La chica estaba moribunda y moverla sería una tortura que él no se encontraba con ganas de causarle. Habría que pensar en algo diferente.

—Vamos a ver. Tenemos una cuchilla grande —reprimió un escalofrío cuando tocó el metal. Todavía se notaba la sangre reseca de Marta— Y, para llegar aquí arriba… Tienen que subir esta escalera.

Miró hacia abajo. Cuándo se refugió en aquel edificio, mientras huía con Susana, comprobó que el sol penetraba la puerta desvencijada de la primera planta. Por lo que se había visto obligado a esconderse en la planta superior. Observó el hueco de la escalera. Era muy estrecho y por él era imposible que pudiera subir más de una persona.

—Esta es mi ventaja. Aunque soy un mierda —suspiró—. Joder ¿a quién coño quiero engañar? En cuánto se acerque Raúl me cagaré encima. ¿Cómo coño le voy a plantar cara?

Pero debía hacerlo. Su vida y la de la chica dependían de ello. Se esforzaría por demostrarse a si mismo que era capaz de seguir vivo en aquella mierda de mundo. Y había que hacerlo ya. Recorrió la estancia y reparó en unas sillas de madera amontonadas en un rincón. No sabía muy bien cómo pero comenzó a hacerse una imagen mental de lo que quería hacer. Cogió la primera y comenzó a golpearla con la cuchilla. En poco tiempo, había conseguido media docena de listones. Cogió el primero y, apoyándolo en una mesa, realizó cortes en uno de sus extremos.

—Y aquí tenemos una estaca —exclamó contento—. Jódete Rambo.

No es que el resultado fuera excelente pero era evidente que la punta estaba lo suficientemente afinada como para crear importantes daños a alguien que se lo encontrara de frente. Siguió trabajando con intensidad hasta tener dos docenas de estacas. CONTINUA EN PRÓXIMA PÁGINA

—El siguiente paso es saber dónde ponerlas.

Descendió por el hueco y apoyó la mano en una de las paredes. No parecía que fuera hormigón y eso era bueno. Golpeó con el extremo de la cuchilla y un buen trozo de mampostería cayó al suelo. Eran buenas noticias. Volvió a la habitación y registró un armario metálico que ya tenía localizado. Allí encontró un gran destornillador. Volvió a la escalera y, a media altura. Comenzó a horadar la pared. Cuándo había profundizado unos centímetros, lo suficiente para que la estaca se mantuviera firme, probaba que entrara. Dos horas después contempló la obra. Un montón de estacas estaban encastradas en las paredes, dirigidas hacia abajo y con una inclinación suficiente para obstaculizar el paso.

—Esto les dará que pensar —pero ¿sería suficiente?— Eso ya es otra cosa.

Se devanó los sesos mientras intentaba hacer memoria de las pelis de acción. No tenía suerte, ni a él, ni a mamá le habían gustado aquellas películas de tíos machos, rompiendo huesos y disparando a todo lo que se movía pero…

—Joder lo bien que me iban a venir ahora —se lamentó.

Extraña enfermedadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora