Siguió la disciplinada inspección del marchito supermercado, como su madre se había empeñado en enseñarle. Comprobó los estantes, aún cuando sabía que no encontraría nada. La gente había asaltado todas las tiendas, así que el truco estaba en encontrar el escondite donde el propietario había almacenado los productos para revenderlos a un precio desorbitado.
Allí, en un rincón, estaba la momia del propietario. Un hombre que había muerto, como probablemente había vivido, agazapado detrás del mostrador. Al principio sólo le dedicó un vistazo porque, aunque se hubiera acostumbrado a la cercanía de la muerte, todavía le daban miedo. Luego se lo pensó mejor. Con bastante asco hurgó entre los harapos del cadáver, temiendo que la cara podrida se girara en cualquier momento para protestar pro el robo, hasta que encontró una pequeña llave. Tenía que ser aquello. Buscó con mucha atención hasta que reparó en unos paneles que estaban detrás de una cámara frigorífica. Sonrió cuando encontró la pequeña cerradura, donde la llavecita entró con alguna que otra dificultad. La giró y el panel cayó hacia adelante. Tuvo que esforzarse por aguantar su peso y, tuvo que reconocer que debía alimentarse mejor porque estaba muy débil.
—¡Alimentarse!, como si aquello fuera fácil —se rió, mientras se concentró en hacer inventario de lo que había encontrado. El escondrijo se reveló como un hallazgo importante. Había un montón de latas de conservas y botellas de agua. Hombre previsor -dijo en voz alta, mientras le dedicó una breve mirada al cuerpo-. Linternas, pilas, algunas cajas de Ibuprofeno, paracetamol, vendas y… —¿preservativos? —dijo en voz alta y aquello le hizo volver a sonreír. Aquel desgraciado no tenía para nada claro lo que significaba la aniquilación de la vida en la tierra.
—Malos tiempos para controlar la natalidad amigo —le recriminó con sarcasmo.
Como la tarde se estaba terminando, pasar la noche en aquella tiendita parecía convertirse en un buen plan. Caminar en la oscuridad era imposible. La alta radiación le había afectado la vista y apenas veía en la penumbra. Así que sus marchas eran de apenas un par de horas diarias. Tampoco es que tuviera mucho más que hacer, así que se dispuso a prepararse un pequeño vivac. Bueno, primero, tendría que consultar los eventos del Facebook, no fuera que le coincidiera con algún sarao programado con el martinete de "Hoy el es cumpleaños de fulano o de mengano". Aquella nota de humor era la rutina que él mismo se había autoimpuesto como un recurso para no volverse loco. Aquellas ocurrencias eran, en efecto, un poco antídoto de lo gris que, como un manto, cubría toda la tierra.
Se concentró de nuevo en sus tareas y se afanó en hacer un jergón con los restos de lona del toldo del súper. El polvo acumulado le hizo toser, por lo que se hizo una máscara con un pañuelo ennegrecido que su madre le había dado. Así, de aquella guisa, con el trapo mugriento atado alrededor de la boca se frotó las manos y exclamó.
—¡Vamos a ver que tenemos de primero en el menú! —mientras removía las latas hasta que se decidió con un bote de banderillas. El sabor amargo de los encurtidos le animó bastante y pensó que hacía mucho que no probaba algo así, por lo que le supo a las mil maravillas. Después de la comilona se recostó y rememoró los ratos que pasaba con mamá jugando a las palabras encadenadas. Ella le decía palabras muy fáciles y él se esforzaba por hacérselas difíciles, así pasaban las horas y, de paso, olvidaban el rechazo del mundo a su enfermedad. El sueño le fue venciendo y pronto acompasó su respiración al ulular del viento que corría por entre las ruinas de una humanidad que ya no estaba.
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Extraña enfermedad
Science FictionEl fin del mundo. Un único superviviente. ¿Te enfrentarías a una gran decisión? Si te gusta mi estilo disfruta de una aventura más grande en El Maestro de Jarcia disponible en Amazon en formato ebook para muchos dispositivos (http://bit.ly/ITUJ1O)