PARTE XXXIV

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Se concentró de nuevo en aquellos dos. Apretaba tanto la pistola que los nudillos se estaban poniendo blancos. María y Pedro no lo habían visto, ni parecía que estuvieran demasiado interesados en lo que había a su alrededor. Y, si Raúl, volvía a aparecer a sus espaldas contaba con su querida Susi. Ella había mejorado un poco. Las quemaduras le habían destrozado el cuerpo pero no le habían llegado al alma. Y, era del alma, de su interior de la Susana que había dentro de aquella frágil y dolorida muchacha la que realmente le había cautivado sus sentidos. Aunque la prudencia le mandaba estar pendiente de los dos asesinos no pudo evitar dejarse llevar de nuevo por la ensoñación. Recordó aquel día, dos noches atrás:

―Te quiero ―dijo él.

―Calla tonto ―respondió Susana con aire divertido―. Primero me tendré que curar y siempre seré un adefesio.

―Me gustas tú, no el envoltorio.

―Si ya ―susurró ella―. Pero a nadie le amarga un dulce.

―En eso tienes razón. Pero yo creo que tienes mucho atractivo.

―No seas cabrón por ahí no vas bien ―ella se apartó bruscamente―. No jodas, todos me llamaban boca ratón. Hasta estoy seguro que tú lo pensaste más de una vez.

―¿Yo? ―él se apresuró a parecer indignado―. No tenía suficiente con lo mío, como para pensar en insultar a una chica. Bastante tenía yo de que no me colgaran de los cordones de los zapatos en el lavabo,

―¿Seguro? ―ella pareció calmarse―. ¿De verdad?

―Te lo juraría si sirviera de algo ―continuó mirando a la negrura anaranjada del cielo―. Siempre que este puto solo abrasador no hubiera demostrado que no existe ningún Dios.

―No me cambies de tema. ¿Te gusto? ―ella sonrió con picardía―. Aunque sólo fuera un poquito.

―Tampoco hay mucho dónde elegir ―supo que la había cagado enseguida con la gracia.

―Serás cabrón ―se levantó y se fue a un rincón.

―Era una broma ―añadió reconciliador―. Joder estás muy susceptible. Anda tonta acércate y nos comemos unos magníficos peanuts―dijo con dificultad mientras leía la etiqueta de la lata.

―Estoy enfadada. No sabes tratar a las mujeres.

―No, no lo sé. Por eso necesito que me eches una mano. Anda acércate.

―Esta bien ―admitió―. Pero no te consiento que te pases ni un pelo.

―Vamos, venga, no seas huraña.

Ella se acomodó a su lado y dejó que él le atusara el poco cabello que le había quedado. Hacia tiempo que Mario había vencido la repugnancia natural que provocaban las cicatrices de las quemaduras de la chica. Al principio, le había costado acariciarlas y su tacto le enfriaba el alma al notar aquella superficie crujiente e informe. Pero esa sensación desagradable ya había pasado, aunque todavía cerraba los ojos y en su mente se formaba la imagen de Susi antes de que el sol la quemara durante su huida.

Estaba en una paz completa. Sentía como su corazón latía, palpitando sobre el cuerpo de ella. La sensación era maravillosa. Susi se pegaba a él con tanta intensidad que parecía querer fundirse en el abrazo.

Extraña enfermedadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora