PARTE IX

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Una planta, una planta, ¡que suerte! Parecía tan frágil. Pero, sin embargo, estaba bien arraigada al suelo ardiente y parecía sana. Se acostó a su lado y acarició su rostro con extremada suavidad con aquel brotecito. El tacto suave hizo que se le erizara el vello, lo miró con ternura y le soltó:

—Amiga mía mucho me temo que sólo quedamos tú y yo —al acabar la frase su voz se quebró en el llanto y, pronto, sintió el regusto amargo de la bilis que se esforzaba por salir.

Después de varias arcadas secas —¿Qué coño iba a sacar de las entrañas si sólo comía mierda?— se fue calmando poco a poco. Las lágrimas se fueron secando sobre su cuerpo opaco y pronto su respiración se calmó, solo alterada por pequeños hipidos.

—Te juro, amiga, que las cosas están jodidas por la ciudad —espero un instante por si era capaz de oír a la pequeña planta—. Te entiendo. Yo tampoco sé que decirte, aunque ponte cómoda, porque tengo que contarte algunas cosillas..

Y estuvo así unas horas, largando al vegetal sobre las penas que le atenazaban el corazón. Cuándo se quiso dar cuenta, había pasado gran parte de la noche y no había comido nada. Así que se despidió con mucha ceremonia de su nueva compañera y se metió en la tienda para buscar el rinconcito del propietario. Nada más entrar oyó un ruido sordo que formó un hueco en su mente. Al principio le extrañó y luego lo pudo etiquetar e identificar —Un coche o, por lo menos, un motor —dijo al final.

—¿Cómo coño es posible? —cerró la tapa de la despensa oculta y se acercó a la puerta de la tienda—. ¿Personas?

Al mismo tiempo que se preguntaba de dónde provendría el ruido decidió ocultarse. No sabía bien porque lo hacía pero se imaginaba que tenía que ver mucho con los años de vergüenza pasada con sus compañeros del colegio. Sea como fuere, se agazapó en la tienda detrás del mostrador y esperó con una mezcla de emoción y temor a descubrir que significaba el ruido mecánico que ya atronaba. Al poco tiempo vio a un hombre que corría cargado con una mochila sucia y ajada. Bueno debió imaginarse que era un hombre porque iba tapado hasta los ojos y notó en auquel iserable el frío horror del miedo. Huía. Estaba seguro de ello. Intentaba buscar refugio pero todo estaba destrozado y el ruido estaba cada vez más cerca. Al final se rindió y se dejó caer cerca del tobogán donde crecía su nueva amiga. Poco después el ruido se acrecentó y una especie de coche construido por un loco se detenía junto al hombre.

—Vaya, vaya, hijo de la gran puta —la voz resonó sobre el ruido del motor que se apagó en un crepitar—. ¿Dónde coño ibas?

—Déjame Raúl, sólo pido que me dejes ir —se lamentó el huido.

—Sabes bien que no puedo. Te debes a la comunidad —el que hablaba chasqueó la lengua de forma que él, desde su escondite, pudo oírlo. Después bajó del auto—. Vivimos por los demás. Ya lo sabes.

—Y una mierda. Eso es un puto invento tuyo. Hace meses eramos veinte y ahora sólo quedamos cinco —para darle la razón a aquel hombre, del vehículo bajaron tres personas más.

—No es invento. Es el nuevo mundo que nos ha tocado vivir. Fíjate en mí. Hace un año era un Ni-Ni y ahora soy el principio y el fin de todo.

—Déjame Raúl, déjame —El huido se intentó levantar pero uno de los viajeros del coche le golpeó con fuerza en la espalda.

Desde el suelo, el hombre intentó escabullirse pero era inútil. Los cuatro pasajeros lo acorralaron y le golpearon con fiereza. Gritaba como un loco y se retorcía por la tierra soltando patadas contra sus captores hasta queyconsiguió que uno de ellos rodara por la calle. Con gritos de hjjo puta, el lastimado atacante se levantó del suelo y se lanzó contra el desgraciado, que continuaba defendiéndose con debilidad. Le agarró de los pelos y le cortó la garganta con un bestial tajo.

—¡Pedro!, cabrón, que lo desperdicias —el que se llamaba Raúl golpeó al asesino, que aún sostenía un cuchillo mellado y sangrante, haciéndole caer pesádamente al suelo.

—Era un hijo puta —se excusó el homicida, mientras se limpiaba la comisura del labio.

—Y tú, un jodido bastardo —quién hablaba ahora era una mujer y, él, desde su escondite, se preocupó al reconocer aquella voz.

—¿María? —Nada más empezar a hablar se atragantó y pensó— Cállate jodido negrata te van a oír, si no lo han hecho ya.

Sus sospechas se confirmaron. Los cuatro atacantes miraron hacia la tienda y, luego, se miraron entre sí con aire interrogante. Al final se decidieron y hurgaron en el coche hasta que sacaron grandes machetes.

—Despacio —susurró Raúl mientras, con la mano, señalaba hacia la tienda y, después, se cruzaba los labios con el índice.

Los vio venir divididos en dos grupos. Raúl yquién pensaba que era María, por la izquierda, y los otros dos, por la derecha. Sintió como el miedo se congelaba en su ombligo y comenzó a temblar.

—Estás perdido, estás perdido —canturreaba su mente.

Extraña enfermedadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora