PARTE V

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En los últimos momentos de la vida en la tierra, su madre le obligó a no salir más de casa. Aquella decisión no le afectó mucho porque estaba acostumbrado a salir lo justo por lo que había construido una muerte en vida en las habitaciones del piso. Mamá estaba desorientada con él. En cuánto se distraía un momento, él aprovechaba para escabullirse y dejar que el sol le calentara. Hasta que un día lo descubrió, muy sorprendida. Parecía que el sol no lo efactaba como a los demás. Aquella bendita mujer no tenía estudios pero la certeza de su instinto materno parecía indicarle que su hijo era diferente de los demás.

Lo observaba con una mezcla de cariño y de duda. Aquella enfermedad que le afectaba hacía que su piel tuviera un tinte ennegrecido que semejaba ser una especie de bálsamo que le protegía de la radiación. Si le prohibió salir a la calle no era por el miedo al sol, si no porque la locura se había instaurado en las ciudades y pueblos. Lo poco que se veía en televisión informaba de bandas armadas que se hacían con comida a costa de asesinar a inocentes. Esa situación era insostenible para mamá que fue espaciando sus salidas en busca de comida en lso atardeceres brillantes.

Con mucho amor fue racionando la comida y, la poca que había, la iba dando casi toda a su retoño. Aquel recuerdo le lastimó y refunfuñando le dio una patada a una lata vacía mientras gritó —¡tenía que haberme dado cuenta!—. Aquel desgarrador lamento se alejó golpeando por las calles vacías hasta que sólo quedó el sordo rumor de los materiales enfriándose después de un dia de terrible calor.

Al final, mamá enfermó y él intentó cuidarla lo mejor que pudo. Entonces lo descubrió. Debajo de las ropas en las que navegaba el frágil cuerpo de la mujer y enmarcado apenas por unas costillas agudísimas se abultaba la tripa. Lo recordó de inmediato como aquellos desesperados niños de África muertos de hambre con la barriga completamente dilatada. Aquella prueba evidente de que había dejado de comer para darle todo a su hijo lo anonadó.

Protestó enfadado y confundido, en una mezcla de rabia y desconsuelo, y ella le devolvió una sonrisa pícara cargada de aquel inmenso amor. Quizá debería habérselo reprochado, hacerle entender que no había hecho bien en cargarle con aquel peso sobre sus hombros. No le dio tiempo a pensar mucho porque su madre, su querida mamá, aquella mujer sin igual, se fue del mundo, como había vivido, en silencio, apenas sin molestar.

¡Dios!, como odiaba todo. Apretó el paso como si fuera a algún sitio y reparó en un cartel desvencijado. Parecía poner algo de alimentación, así que se introdujo con cuidado por el escaparate reventado. El crujido de los cristales le sobresaltó. Se esperó un momento mientras escuchaba a su alrededor. No parecía haber nada allí. No era muy raro. Desde su fugaz encuentro con aquella muchacha, que se protegía con tantas capas de aislantes, no había visto a persona, animal o planta alguna. El color verde, que alegraba el campo en las primaveras o incluso el ocre otoñal, se había perdido para siempre. El paisaje se había convertido en un tono gris y marrón que se clavaba en su corazón. Todo había muerto. Los árboles y las plantas que alegraban la vida de las abejas y daban color a los parques y campos se habían desintegrado. Convertidos en montones informes de ceniza y materia en descomposición que, cuando soplaba el viento, se convertían en lienzos fantasmagóricos que avanzaban por las desiertas calles de las ciudades muertas.

Extraña enfermedadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora