PARTE XX

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—Raúl prométeme que lo cogeremos —Pedro arrastraba las palabras—.

El interfecto agitó la cabeza pero no fue capaz de mirar a los ojos a su amigo. María lo veía todo como en una película mala. Espectadora de un cine de baja estofa. Sabía que su Raúl no era sincero. Para nada. Hacia años que lo conocía y sabía que en su cabecita estaban cociéndose otras ideas. Para darle la razón él la miró un momento, durante un instante, y, después, bajó la vista. ¿Vergüenza? No creía. No era propio Raúl. Algo tenía entre manos y también sabía, un nudo en el estómago se apretó tres centímetros más, que ella era parte importante de ese pensamiento. Debía ocupar su mente, bastantes problemas tenía para, encima, agobiarse con los tejemanejes de Raúl.

—Oye hay que ponerse en marcha —ellos la miraron un poco sorprendidos—. En serio nos tenemos que poner las pilas. Ese cabrón todavía tiene que estar cerca y sus huellas deben ser visibles en el polvo.

Ellos reaccionaron. Raúl de inmediato sacó su enorme machete que había encontrado en una tienda de deportes. Pedro, por su parte, tardó un poco más. Ella sintió una pena enorme por el muchacho que miraba hacia el cuartucho donde Marta era sólo una muñeca rota, vestida apenas por el carmesí de su sangre derramada. Al final, se pusieron a mirar el suelo. Ella hizo lo mismo y se concentró de tal forma que dio un respingo cuándo Raúl le preguntó al oído.

—¿Conocías a ese cabrón?

—¿Cómo? —ella tartamudeó.

—¿Que si lo conocías? —Raúl la miraba con aire duro y profesional-. No te hagas la tonta oí como ese tipo te llamaba por tu nombre.

—Si —estaba furiosa con aquel capullo—. Joder yo no estoy con él. Ese tío me llamó y, coño, creo que lo conozco.

—¿y… —él le preguntó impaciente.

—Le he estado dando vueltas a la perola todo el rato. Creo que es un pavo del instituto —¿Seguro? se preguntó ella misma y luego continuó— Creo que sí. ¿Recuerdas a un chaval al que llamábamos el “negrata”?

—¿El “negrata”? —él parecía confuso.

—El “negrata” se llamaba Mario —Pedro había terciado en la conversación. Su mirada estaba nublada—. Estaba conmigo en Economía. Era un jodido empollón.

—Ostías si, es verdad —Raúl se golpeó la frente—. El puto “negrata”. El muy marica siempre iba con mamá todo el puto día agarrado de la manita. Estaba así por una enfermedad..., ¿seguro que era él?

—Creo que sí —María hurgaba en su cerebro intentando recordar los rasgos de aquel bicho raro al que había insultado desde infantil—. Me llamó por su nombre. Fue por eso que creo que era ese tipo. No le veía la cara bien porque estaba tapado —Meneó la cabeza como si hubiera dicho una tontería—. Bueno, tapado, tapado como estamos todos.

—¿Cómo coño no lo hemos visto en todo este tiempo? —Raúl pensaba que era imposible que no se hubieran cruzado con el “negrata” en los meses que llevaban en aquella zona.

Los tres callaron unos segundos. Rememoraron como su grupo había estado formado por muchos amigos y desconocidos, desde que el gobierno desapareciera y cada uno había interpretado el “sálvese el que pueda” de la mejor forma posible. Pero eso era lo más difícil de entender en la aparición de aquel capullo “negrata”. Si había estado vagabundeando todo este tiempo por la ciudad destrozada, lo más razonable habría sido que se hubiera unido a un grupo grande. La supervivencia lo era todo. O, por lo menos, lo era cuando empezó la catástrofe. Luego el egoísmo se asentó en el grupo.

Raúl sobresalió pronto como un líder entre todos. Aunque María era consciente de que su capacidad de dirigir nacía más en el miedo que causaba entre la gente, que en su capacidad de convencer. Tanto ella, como Pedro y Marta, se habían dejado llevar porque era muy cómodo ver como los demás miembros del grupo se acojonaban con él. Los demás chavales y mayores del grupo buscaban comida y era reconfortante ver como los mejores platos acaban comidos por Raúl y sus amigos. Pero, claro, las cosas no duran para siempre. Algunos del grupo comenzaron a protestar y a exigir con voz, cada vez más alta, que ellos colaboraran en la búsqueda. Raúl lo arregló cepillándose al que más había destacado. Aquello enfrió los ánimos durante un tiempo. María pensó que si el “negrata” los había observado habría perdido las ganas de unirse al grupo. ¿Qué le quedaría?” Ser esclavo y, más adelante, siendo cocinado. Aunque meditó que comerse a aquel tipo debía ser asqueroso con aquella piel tan negruzca. -¡Qué asco!- la idea se formó en su mente y se interrumpió enseguida.

—Las huellas están frescas —Pedro estaba en cuclillas y miraba el suelo con atención—. Démonos prisa —giró la cabeza y miró a María—. Tengo ganas de comer y de follar.

Extraña enfermedadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora