¡Joder! como odiaba las pelis de zombis y de casquería. Y, sin embargo, tendría que asistir a una en directo y, sin poder evitarlo. Aquel grupo de cabrones hambrientos celebraron un ágape allí mismo, delante de él, con aquel pobre chucho. Pero lo verdaderamente jodido había sido la carnicería que habían montado con el cuerpo descerebrado del hombre. Actuaban con gran precisión lo que, desde luego, explicaba que ya eran unos consumados caníbales. Los hombres cortaron las extremidades del tronco y, luego, las deshuesaron. Ellas, mientras tanto, las iban fileteando con unos cuchillos que, de vez en cuándo, afilaban con una muela de una rotaflex.
Mientras los miraba, algo estaba cambiando en su interior. Se sorprendió observando con aplicada atención a aquellos monstruos. El morbo le podía y sintió algo parecido a cuando se montaba en las atracciones que tanto odiaba. Por un lado, le repugnaba pero, por otro, le atraía como la luz a la polilla. Era, desde luego, una sensación extraña.
Sus cavilaciones no obstaculizaban a Raúl, María y la otra pareja. Ahora se aplicaban en el tronco del hombre, al que evisceraron con rapidez. María advirtió a sus compañeros, en varias ocasiones, que el día estaba pronto por llegar. La obedecieron y todos se apresuraron en acabar. Toda la carne y los órganos fue almacenada un unos botes grandes de vidrio. Desde la distancia, él no podía estar seguro pero parecían que contenían algún líquido. ¿Quizá salmuera o algún cocitorio parecido? -pensó-. Allí lo conservarían hasta que el hambre los volviera a sorprender.
De todo aquello, lo que más le asqueaba era cómo se habían comido al perro y el cerebro de aquel desgraciado. No comprendía como eran capaces de meterse en la boca aquellos trozos de vísceras y de carne caliente desprendiendo vapor. Su estómago le avisó de que no siguiera por aquel camino. Así que intentó concentrarse de nuevo en aquel brote verdecito, que seguía escondido en el tobogán arruinado. Pero fue imposible. El ruido continuo de los golpes y el desagradable rumor de las astillas de los huesos, que se partían, eran demasiado fuertes. Le resonaban en la cabeza como un martillo pilón.
Volvió a mirarles. Ahora terminaban con las costillas. La otra mujer las había desprendido y las ataba entre sí por la unión a la columna. Así quedaban como un manojo apetitoso de muerte al que cubrió con unas hojas de periódico, antes de meterlas dentro del coche. ¿Quién podría decir que unos minutos antes allí había un hombre? María rebuscó por el suelo para recoger los últimos pedazos pero la claridad que iba en aumento le hizo desistir. En un momento, todos se metieron en el coche y el motor atronó de nuevo por las estanterías derruidas de la tienda. Segundos después, el ruido se alejaba y se convirtió en un sordo rumor que tendía a desaparecer.
De nuevo sólo. Su barriga le recordó que no había comido nada en toda la noche, así que volvió a registrar en el agujero escondido del tendero. Le tocó el turno a un bote de pimientos del piquillo al que devoró con una rapidez que le sorprendió. Por un momento se imaginó devorando el cadáver del hombre. Se detuvo un momento asqueado. Instantes después todo se calmó y prosiguió comiendo. El día estaba cerca y debía darse prisa.
—Mañana será otro día —y sorbió un pimiento que se deslizó aceitoso en su boca.
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Extraña enfermedad
Science FictionEl fin del mundo. Un único superviviente. ¿Te enfrentarías a una gran decisión? Si te gusta mi estilo disfruta de una aventura más grande en El Maestro de Jarcia disponible en Amazon en formato ebook para muchos dispositivos (http://bit.ly/ITUJ1O)