PARTE XXII

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—¡Quieto! —Todos se sobresaltaron— Si bajas ese cuchillo te parto por la mitad.

—Pero, ¿quién coño… —-Raúl comenzó a hablar pero fue interrumpido por una voz delicada pero firme.

—Suelta el puto cuchillo —la propietaria de la voz acentuó su tono, al tiempo, que armaba la pistola SIG-Sauer que llevaba, desplazando la corredera hacia atrás—. Tíralo o te achicharro.

—Mira —María intento apaciguar a aquella aparición— no sabemos quién eres, ni nos interesa. No nos conoces y no…

—Cállate María —la respuesta ácida de la recién llegada no admitía discusión—. Sí sé quienes sois, así que ahórrate las historias. ¡Tú!,  si te mueves un milímetro más, te arranco la cabeza —la chica apuntó con el arma a Pedro que se había movido un poco.

—Estoy quieto tranquilízate —el chaval tragó saliva, señaló con la cabeza a Mario—. Este cabrón ha matado a mi chica.

—No sé si éste… —la voz no permitía identificar a su propietaria que hablaba tras una gruesa capa de ropas- ha matado a Marta pero… —se rió— desde luego, vosotros tres no sois los más adecuados para pedir justicia.

—¿Quién… —Raúl avanzó un paso hacia la mujer.

Un disparo sonó terrible en la inmensidad de la vacía y muerte ciudad. El ruido rebotó por todas las esquinas del esqueleto urbano y se perdió en un decreciente sonido hasta que sólo restó un sordo rumor.

—Hija puta —la voz quebrada de Raúl resonó como un lamento—. Casi me das cabrona.

—Si vuelves a moverte te meto una por el culo —la chica no se arredró.

Mario estaba como en una nube. ¿Quién era aquella mujer? Su forma de disparar demostraba que sabía utilizar un arma y su ánimo era inconmovible. Fuera como fuera le debía la vida ¿o no? Algo le atravesó la mente como un fugaz escalofrío.

—¿Tú también eres una puta caníbal? —La voz de Mario era un hilito tembloroso como agitado por la brisa—. Lo que quieres es asegurarte el papeo…

Ella apenas le miró un instante o, por lo menos, eso fue lo que le pareció tras su rostro cubierto. Inmediatamente volvió a centrarse en Raúl, María y Pedro, a los que seguía encañonando con pulso seguro. Después, la chica, volvió a hablar.

—Mirad —su mano izquierda señaló al este— el puto sol estará aquí en unos minutos. Así que tenéis que decidiros. O, salís follados para vuestro refugio, u os ventilo a los tres en un ratito y me aseguro unas buenas semanas de comida en mi agujero.

—Escucha… —María lo intentó de nuevo.

—Si vuelves a abrir el pico te reviento —la negra pistola apuntó al pecho agitado de la otra mujer.

—Te voy a… —Pedro intentó moverse con rapidez pero el arma estaba al momento centrando su punto de mira frente a su cara.

—Vale está bien —Raúl intentó volver a tomar las riendas de su grupo.

—Una mierda —Pedro le miraba con aire ardiente—. Este cabrón va a cascarla.

—Pedro —le respondió—. Tengo casi tantas ganas como tú de joder al puto negrata pero esta churri tiene una pipa…

—No importa —su compañero estaba rojo de ira—. Lo mataré.

—O lo controlas tú Raúl u os quedáis aquí —la desconocida terció.

—Pedro sé razonable —María aportó su grano de arena—. Esta tipa va a matar al negrata y se lo va a comer. Asunto acabado.

Raúl sintió una nueva punzada de celos. María estaba defendiendo a su colega porque en el fondo estaba pillada por él. Aquello debía arreglarlo porque cualquier día los dos se podrían de acuerdo, se lo cargarían y se le comerían los higadillos.

—Cabrón —Pedro comenzaba a derrumbarse. Miró a la desconocida y le señaló con el dedo—. Júrame que lo vas a piolar.

—Iros ya —la chica señaló con su cabeza hacia el metro dónde los tres vivían—. Apenas quedan cinco minutos.

Raúl empujó a Pedro y María cogió a este último por un brazo. Entre los dos tiraron de él hacia su refugio. Casi al mismo tiempo, los rayos hirientes del sol comenzaron a azotar las calles muertas de la ciudad. Los tres aceleraron el paso y, poco después, comenzaron a correr. O apretaban el culo o corrían el riesgo de jugarse el tipo contra el ardor del astro. Mario los vio alejarse pero su amargura no había desaparecido. Lentamente, miró hacia atrás. La figura de la mujer era irreconocible bajo aquel montón de ropas. Seguía sosteniendo el arma pero, ahora, le apuntaba a él.

—Levántate —Le habló con tono autoritario— y tira delante de mío.

—Hija puta —Mario de alzó pero no estaba dispuesto a seguirle el juego a aquella caníbal—. Si me quieres comer, te jodes y lo haces aquí. CONTINUA EN LA PÁGINA SIGUIENTE

Ella no contestó se acercó con rapidez y le golpeó con la pistola. Luego le pincho con el cañón del arma en los riñones y él se dejó hacer. La boca se le llenó de sabor salado a sangre y notó como un diente bailaba sobre su lengua. Escupió con fuerza en el suelo y la mujer volvió a apretar su espalda.

—Corre mamón o nos freiremos.

—Esta bien —se lamento Mario— ojala revientes.

Los dos avanzaron rápido y el sol comenzó a quemarlo todo. Mario sabía que el dolor que él sentía, tenía que ser terrible en la mujer que lo seguía, la cual no contaba con la protección se su enfermedad. Al cabo de unos minutos entraron en un edificio al que ella lo guió sin dejar de golpearle con la pistola. Encañonado, Mario obedeció las indicaciones e, instantes después, ambos estaban en un cuarto cerrado y protegido del sol. La oscuridad, formada al cerrar la robusta puerta de la habitación, desapareció cuando la desconocida accionó un interruptor. Los dos se protegieron los ojos hasta que los adecuaron a la luz de la bombilla.

—Y, ¿ahora? —preguntó Mario tembloroso.

—¿Ahora? —la mujer se le acercó sin dejar de apuntarle—. Ahora, te toca dormir.

Extraña enfermedadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora