Capítulo Uno: Después del inicio

165 7 5
                                    


      Todo estaba hecho nada. Había calor por todos lados, y no un calor acogedor ni placentero, sino calor destructivo ¡¿Y qué otra clase de calor podría emerger de aquella casa en llamas?! Olía a desastre, olía a traición y de aquel humo nadie escapaba.

      Toda la familia de Constanza estaba contemplando todas sus pertenencias destruirse y retorcerse de dolor. Su madre lloraba por sus cosas, su padre lloraba por el dinero y su hermana, Asunción, se ahogaba entre ese humo. Eso se merecía Constanza, contemplar como su familia lloraba y como su único refugio se volvían miserables cenizas irreparables; Ya ella no tenía ningún otro lugar a dónde ir, ninguna otra persona en quien cubrirse.

       Constanza no supo entender que cuando te metes con ese tipo de personas no puedes salir, no puedes revertir ningún hecho, estas condenado. Es como cuando incendias una casa, empieza con una llama que apenas percibes, ni un olor, ni una luz, ni un sonido. Luego, rápidamente como obra del demonio se esparce y te abraza adquiriendo intensidad. Los vecinos llaman a los bomberos pero ya es muy tarde para eso. Hay demasiada gasolina y la oscura noche no deja a nadie identificar ningún rostro desconocido que revele al creador del fuego que está ya acabando toda la casa. Los residentes salen apresurados en busca de un lugar seguro, pero ya no hay lugar seguro, ya no hay lugar al que puedas refugiarte. Constanza había caído en las manos de esa gente, y la atraparon allí para siempre, ahora no había vuelta atrás, y gracias a aquella condena no volverían nada ni nadie a ser igual que antes.

        Constanza contemplaba la casa caerse y lloraba como si de sus ojos cayera una tormenta. ¡Qué inútil era ahora llorar! ¿A caso apagaría ese fuego con lágrimas? ¿A caso uno o dos gritos podían devolverla en el tiempo? Aún así la respuesta fuese obvia, ella lo intentó con desespero hasta perder el aliento, la estaban ahorcando, su escondite había sido desmantelado.

        De repente, su madre la empujó y Constanza cayó en el piso, impresionada dejó de llorar y de gritar, sus ojos gigantescos suplicaban con horror por piedad. Pero sin la menor sensibilidad su madre gritó:

— ¡No eres más bienvenida a esta familia! ¡Ni se te ocurra volver! ¡Ni se te ocurra acercarte de nuevo a nosotros! ¡Ya no tienes derecho a volver!

         Como si de una puñalada a su cuello se tratase, el dolor y un vil escalofrío le recorrió el cuerpo. Por tanta contracción su cuello no aguantaba, sus lágrimas no salían. Se estaba ahogando en su propia tristeza. Nada salía de su boca, su boca estaba abierta pero estaba muerta y sus ojos llorosos parecían que iban a colapsar. Sus manos sostenían en puño la arena seca y espesa, las piedritas le raspaban la piel y se metían entre sus uñas, ¿pero qué importaba eso? Ella necesitaba aferrarse a algo, y lo único que pudo lograr sostener, fue ese suelo podrido, donde de seguro perros mearon, borrachos vomitaron, y - lo más asqueroso- ella ahora tocaba. Maldiciendo ese suelo donde nació, sudor corrió por su mejilla y plantó su semilla en aquella tierra que ya nunca sería fértil.

        Las luces flamantes de la casa, que despedían con nostalgia los recuerdos y el amor que allí se contenía, chocaban con el rostro de su madre, lleno de odio hacia su propia hija; esa que vió cuando apenas su piel no había sido besada por los rayos del sol, esa cuyos cabellos parecidos a los suyos crecieron poco a poco en su suave cabecita, y esa cuyas risas melodiosas de niña recorrían la casa con inocencia, esa misma que volvió suplicando su amor, ese ser que estaba en el piso ahogándose sin poder tragarse las palabras que recién había escuchado, era su pequeña joya. Era por quien se había sacrificado y por quien había luchado desde el primer día... No, no podía ser la misma persona, esa mujercita traicionera no podía ser su bebé. Su madre explotó en llanto, ¿qué había hecho mal?

       El padre de Constanza no podía ni siquiera mirarla. Se ocupó de Asunción, quien todavía no se había recuperado del humo... Quizás porque ya Constanza no era su hija.

Ahora Constanza había perdido todo lo que tenía, todo lo que era, ya no era nadie.

       Era lo que se merecía. Un castigo justo y necesario, nada más que eso... No era lo peor que él había hecho en su vida, era algo que se debía hacer, contemplar su sufrimiento, contemplar las llamas que él había creado. Él, que miraba escondido en las sombras de la noche, se sentía como si mirara una película balurda. Y la condena de Constanza no terminaría allí. ¿Lastimosamente? No. ¿Placenteramente? Tampoco, no era nada, todo se derrumbaba para ella y nada se construía para él. Y así es como debía ser.

      Este era sólo el comienzo de su fin.

      Muchas gracias por leer! No te olvides de seguir esta cuenta, comentar y dejar tu voto si te gustó este capítulo! Únete a la Fraternidad

GRANADA | LA FRATERNIDAD | #PGP2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora