Capítulo Seis: Franco

44 1 2
                                    

—¿Ya hablaste con el muchacho rubio?

—Sí. —respondió Aldo.

—¿Aceptó?

—Seguro que sí. Hay que apresurarnos con esto, tengo que estar en casa pronto.

Aldo se veía impecable, su cabello acomodado con fijador hacia atrás y una camisa blanca, bien planchada. Los pantalones de vestir negros le llegaban justo donde empezaban sus medias a aparecer debajo de los zapatos negros bien pulidos. Aldo estaba sentado en el asiento de copiloto del auto de su amigo, el cual había sido ordenado de una manera ineficiente ya que un extraño olor a pizza rancia provenía del piso del asiento.

—Ya sabes lo que haremos ¿Correcto?

—Sí.

—¿Alguna pregunta, Pedro?

Aldo volteó a verlo detalladamente. No iba vestido tan impecablemente como él, había una mancha gris en el borde inferior de su camisa celeste, y su cabello no estaba arreglado ni mucho menos peinado. Aldo decidió no ser tan exigente con él, no era necesario.

—Ninguna pregunta.

De acuerdo. Pero sólo recuerda que está bien si nos rechaza. — dijo Aldo finalmente.

Pedro asintió. Aldo tomó un maletín plateado de los asientos de atrás y ambos salieron del auto. Se dirigieron a una casa grande pero mal arreglada, como la mayoría de las casas ubicadas al sur de esa ciudad. No había jardín en la entrada, sólo arena húmeda con un asqueroso aroma a vómito. Amarrado a una cadena, un perro mestizo de gran tamaño les empezó a ladrar agresivamente. Aldo presionó el timbre de la puerta y esperó a que el dueño de ese arenoso y descuidado lugar apareciera. Tardó unos minutos cuando finalmente abrió la puerta. Era un hombre de estatura promedio, con cara promedio y cuerpo promedio. Se veía que se acababa de levantar debido a su sensibilidad ocular por aquel sol de las diez de la mañana, a pesar de que su ropa de fiesta (un saco de piel de tigre y unos pantalones apretados de color caqui) le daban un aspecto de sábado a las cuatro de la mañana.

—No leo la biblia ni me interesa lo que venden. —gruñó el hombre.

Pedro rio. Pedro era un tipo vivaz, y amaba reír en momentos inadecuados.

—Buenos días señor Franco, no somos de ninguna religión ni me interesa venderle algo.

El sujeto desorientado los miró con dificultad de abajo a arriba, vagamente inspeccionando el cuerpo de sus sospechosas visitas.

—¿Podemos pasar? —se apresuró Aldo.

—¡No, primero digan qué es lo que quieren!

— Venir a enseñarle una idea de negocios que nos beneficiará a ambas partes.

El dueño de esa casa se paralizó, los miró de reojo y con el ceño fruncido; nunca habían llegado personas tan bien vestidas a hablar de negocios con él. El hombre intentaba dar un aspecto rudo, pero no podía ni siquiera mantenerse de pie ya que necesitaba agarrarse a una pared por lo cansado y mareado que estaba, todavía necesitaba vomitar el resto del alcohol que seguía en su organismo.

—Está bien, pasen.

Ambos entraron a la casa, que al igual que su exterior, era un completo desastre. Las cortinas estaban abajo y tenían en la parte de arriba varias telarañas. Había botellas de cerveza repartidas en toda la casa y los viejos muebles rechinantes en los que ambos compañeros se sentaron, eran de una tela muy sucia y grotesca. Aldo dejó a un lado del sofá su maletín.

—Esperen un momento, voy a la habitación a cepillar mis dientes. — dijo Franco con desgano.

Al entrar a la habitación salió por la puerta un olor extremadamente fétido y húmedo que desagradó a Aldo y a Pedro. Ambos se miraron y Aldo le susurró a Pedro:

GRANADA | LA FRATERNIDAD | #PGP2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora