Capítulo Quince: El fuego de Granada

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Esta era la hora de Granada, la hora de la gloria, del éxito, del poder, del dinero; del bautizo que no quitaría pecado. Una corrupta organización estaba siendo bautizada a las 10:00pm, cuando Aldo, Dixie y Pedro entraban por la zona de invitados especiales en aquella discoteca del sur de la ciudad. Adornada de luces violeta por todas partes, paredes de un diseño simple del logo del lugar, un pequeño pasillo daba a unas escaleras iluminadas por luces blancas en cada escalón. Esas elegantes escaleras daban a una puerta de vidrio. Ya se podían escuchar la presión y la vibración de la música en el piso y en los estómagos de los socios como un punzante latido. Por último, esta puerta de vidrio daba al salón exclusivo de la discoteca. El salón exclusivo era muy elegante y serio, con un montón de muebles de cuero oscuro y luces violetas discretas que decoraban las paredes negras, un ambiente donde se escuchaba el murmullo de la música de la pista de baile, en una de las paredes había sido instalado un ventanal gigantesco permitía ver hacia la pista de baile, ellos desde un segundo piso veían a hombres y mujeres volverse locos y emborracharse. Una discoteca muy refinada, repleta en el primer piso de gente que no lo era. Detrás de todos esos muebles estaba a disposición un minibar con un mesonero listo para servirlos. Dixie y Pedro se sentaron en los cómodos sofás mientras bromeaban y reían con buen humor, ambos cómodos en aquel elegante y caro lugar. Aldo por otro lado, apenas llegó al salón con un intenso interés, se quedó observando tras aquél gran ventanal que separaba a los manipulados del manipulador, vió a los jóvenes ligar con mujeres que respondían con picardía a sus propuestas, hombres bebiendo y pidiendo más y más tragos, guardias de seguridad vigilando que nada de eso se "descontrole", mujeres bailando con hombres intoxicados de quien-sabe-qué, y esquinas oscuras donde actos impuros se manifestaban. Criminales, sicarios, drogadictos y alcohólicos en busca de dinero fácil... Todos bajo un mismo techo llenándose hasta las fosas nasales de estimulantes. Algo se encendía en Aldo mientras veía macabramente esa escena, viendo como cientos de hombres ya estaban tan fácilmente en su bolsillo, sólo había bastado una mentira y presionar un gatillo. El poder que le daba aquel control tan sencillo de obtener le fascinaba. Así debía hacer con cualquiera que se cruzara en su diabólico camino. Los ojos de Aldo se encendían en una llama constante e inmutable, como la de su yesquero. Se sentía invadido del poder, conmovido viendo como personas se destruían, por y gracias a él. Una mueca de placer fue regalada para sí mismo, una mueca que transformó en sólo un segundo su rostro en una mirada amenazadora y maligna. Los colores desorbitantes de la pista de baile le saludaban inocentemente, los querubines de su paradisíaco infierno. Entonces ante aquella impura orquesta que presenciaba, se le ocurrió una idea detonante. Se volteó y clavó sus ojos en el traje blanco y bien planchado de Dixie.

— Dixie, ven ahora mismo.

La fría voz de Aldo interrumpió las risas entre él y Pedro, quienes ya llevaban tiempo sumergidos en una divertida conversación acerca de los universitarios y lo que su madre le había preguntado recién. Por unos segundos hasta el mesonero sintió un escalofrío. El pobre mesonero de nariz respingada y cuerpo regordete, no paraba de agradecerle a Dios que esa noche debía atender la sala de invitados especiales del segundo piso; a pesar de los ventanales antiruido y la fuerte música, podía advertir el murmullo conocido de las risas, los gritos y la bulla en el primer piso. Él ya con veinte años de servicio como mesonero y bartender conocía el ambiente de ese tipo de fiestas, él lo odiaba, le aturdía y le producía espanto ver lo que allí se generaba, esa algarabía no conllevaba a nada bueno. Él pertenecía a las fiestas de lujo, a los lugares elegantes. Quienes fuesen esos nuevos clientes, amigos del dueño de su lugar de trabajo, debían ser personas peligrosas, tan sólo al ver la mirada tajante de Aldo clavada en Dixie como un hacha, le produjo un escalofrío que no pudo reprimir. Aldo lo notó, sintió la tensión que aquél regordete hombre que se le hacía hielo la piel.

— Usted también venga. —ordenó Aldo al mesonero.

Esto le divertía, Aldo tenía la misma actitud que un niño tiene cuando experimenta la satisfacción de pisotear un hormiguero, debía hacer partícipe a todas aquellas insignificantes almas del sacrificio que esos hombres y mujeres ineptos y vacíos hacían a favor de Granada. El pobre mesonero sintió una punzada en el medio de su estómago, como si Aldo le hubiese lanzado con una caña de pescar un anzuelo y este se hubiese clavado en sus costillas, empujándolo y atrayéndolo hacia el borde de aquél precipicio del horror. Sus puños se tensaron y tragó saliva. Dixie se dió la vuelta para mirar a quién se dirigía su amigo, le produjo gracia aquel pobre y ridículo hombre, se preguntó para qué Aldo lo querría a él. A Dixie, al igual que a Pedro, le encantaba aquella discoteca, se sentía fascinado por el lugar y la limpieza que este tenía, esto había elevado las expectativas y el respeto que sentía a Granada. Se levantó sin apuro y se dirigió al ventanal, relajado como pez en el agua mientras que el mesonero no quería ver, no quería ver, no quería ver... Pero la esclavitud de su labor empujaba aquel anzuelo con furia. Caminó hacia el ventanal tambaleándose, con un miedo terrible.

GRANADA | LA FRATERNIDAD | #PGP2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora