Yveltal

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En una región tan antigua que su nombre solo es recordado por el viento, dos hombres trabajaron la tierra y con sus manos obtuvieron comida y refugio. La tierra era buena, pero el trabajo era pesado y cuando uno se cansaba el otro progresaba. Querían muchas cosas y su ambición les dio progreso, el progreso trajo la diferencia y la diferencia engendró la envidia. El fruto de la envidia fue el odio, el fruto del odio, la violencia y el fruto de la violencia fue la muerte. La tierra que el cielo regaba con agua para que las semillas dieran fruto fue regada con la sangre de un trabajador, un obrero cuyas manos ya no producen, y todo eso Él lo veía.

La ambición creció y con ella también la muerte. El que podía elegir elegía tener más, el que no podía sufría trabajando para incrementar el tesoro de algún otro. El hombre se hizo guerra y la guerra lo consumió todo. No había poder que los saciara, acudían a las armas, la magia, hasta a los dioses con tal de poseerse y cubrir una ambición interminable, todo eso lo veía, con desprecio miraba todo.

Los pueblos se formaron con la sola idea de poseer más y en ello la seguridad del hombre se perdió. La sangre bañaba la tierra como los ríos o la lluvia, y Él la odiaba, pero nada detenía su vertiente haciendo que no hubieran rincones invulnerables a la maldad.

En una tribu ya olvidada, las mujeres y los cosas tenían los valores invertidos: sus cuerpos eran intercambiados por bienes o favores, su sexualidad era objeto de consumo, su carne un producto de uso y posterior deshecho. Las golpearon, las mutilaron, les enseñaron que eran débiles hasta convencerlas de esa mendacidad, desde niñas las formaron para ser dóciles y antes del segundo sangrado las violaron hasta hacerlas gritar. Él lo veía, todo eso veía, gritando lo veía, pero ellos no le hacían caso. Él se había vuelto un grito ausente.

La esclavitud construyó más ciudades que la libertad y la corona se cernió sobre miles de sueños rotos. Marcados con fuego, los esclavos eran castrados para que no gastaran su tiempo en su herederos, golpeados y maltratados como animales, vivían con la única meta de servir. Ellos pasaban hambre en un suelo rico y bueno, derramaban sudor y cansaban sus espaldas donde otros comían en platos de porcelana. ¡Sufrían! Sí, pero siempre en silencio. Si hablaban les cortaban la lengua, si miraban de más les arrancaban los ojos, si no cumplían a tiempo desgarraban su carne con el filo de los látigos recubiertos de trozos de hueso. Los hombres pasaban toda su vida en los campos de cultivo o de guerra, las mujeres en las casas y en las camas de sus señores. Le dolían los ojos, pero eso no hacía que dejara de mirar.

Algunos pregonaban la paz anunciando buenas ideas de un lado al otro y los que codiciaban abundancia vieron peligro en ellos, por lo que decidieron arrancarles la planta de sus pies, hacerlos caminar sobre brasas ardientes, vidrio molido, hundirlos en agua hirviendo, enterrar ganchos en sus vientres y retorcerlos hasta que se rindieran a la muerte. En los juzgados el culpable condenaba al inocente mientras una bola de idiotas los aplaudía, y aún con lágrimas de amargura, Él no quería dejar de ver.

En alguna ciudad, y en todas a la vez, una mujer caminaba las calles. A veces el frío del invierno decoloraba su piel, otras tantas el calor del verano le ardía sobre el pavimento. Presa de la vergüenza se había convertido en un espectro, y nadie le da trabajo a los fantasmas. Bebía porque se sentía sola; había lastimado a los que la querían y ya no se sentía digna de vivir bajo un techo. Huía del calor de la familia sintiéndose sucia, tres veces alguien pareció compadecerse e intentar ayudarla dándole un lugar junto a su chimenea, pero de noche profanaron su cuerpo violándola en cada situación. Tres manos extendidas para ofrecerle ayuda, tres heridas irreparables... la mano extendía se cerraba en un puño que lastima, la policía callaba y Él lo veía.

En la misma ciudad, que son todas a la vez, una niña fue vendida a unos secuestradores y en pocos minutos su rastro se perdía atravesando las fronteras. En vano la buscaron, la policía se llevaba su parte, su sufrimiento sería gozo para el que pudiera pagar por los placeres de su carne y su belleza. Sus muslos, sus pechos, su intimidad y su espíritu desgarrados, las drogas que la dormían y la volvían dependiente eran las mismas que le impedían gritar o huir. Crece su vientre, el niño es separado de la madre antes de que pudiera aprender su rostro. Alquilarán su cuerpo mientras sea pequeño para pedir monedas en un tren, irá solo cuando se dificulte el cargarlo, nunca conocerá la escuela. Cuando ya su tamaño le impida generar lástima el miedo causado le servirá para imponer la violencia y lo enviarán a robar y a vender estupefacientes. Si es niña acabará igual que su madre, si intenta escapar sólo le puede esperar la muerte. Las fuerzas nacionales, cómplice de todo esto, libera zonas para que los delincuentes puedan trabajar tranquilos, los políticos que la gente elije para que los cuiden son los primeros en venderlos, y esto Él lo veía, con lágrimas de sangre lo veía, con asco veía todo aunque le doliera.

Alcanzaré mi objetivo (Amourlove)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora