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XIX. Mía

El coraje que se almacenaba en mis entrañas era demasiado y no era capáz de descansar un solo segundo de su estúpida mirada y su asquerosa y viperina voz, estaba harto de pensar en esas palabras de cariño que dirigió hacia lo que era mío; porque t...

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El coraje que se almacenaba en mis entrañas era demasiado y no era capáz de descansar un solo segundo de su estúpida mirada y su asquerosa y viperina voz, estaba harto de pensar en esas palabras de cariño que dirigió hacia lo que era mío; porque tú eras mía, me lo habías asegurado tantas veces: mi respiración se encontraba muy agitada, por la rabia de haber sido reemplazado en casi nada de tiempo.

Muchos compañeros de la facultad me saludaban mientras caminaba hacia la sala donde tendría mi primera clase del día, pero yo respondía sin muchas ganas, porque estaba pensando en todo, en cada detalle de los últimos meses que pasamos juntos. Claro que llegué a la conclusión más visible, efectivamente, era un imbécil; nunca había entendido bien los sentimientos pero cuando estaba contigo me daba cuenta de todo y después de tantos errores, lo había arruinado todo con este último.

Cuando te abracé por vez primera temblabas, tus ojos estaban moviéndose de un lugar a otro, evitando contacto visual conmigo y tu rostro me hizo sentir tan bien, porque estabas con las mejillas hechas un par de manzanas, muy rojas.

Yo realmente no logré descifrar cómo te sentías ahí, sé que estabas nerviosa, pero no lo asimilé estando junto a tí en ese momento, en aquella calle, con frío y muchas ganas de pasar mis manos por tu cintura y tocar esa pequeña línea de piel que se asomaba entre tu pantalón y tu blusa, porque por más que quisiera o no, me gustabas no sólo por tu personalidad y carácter, sino también por tu cuerpo.

Alguna vez una persona de poca importancia para mi me replicó que mis abrazos eran demasiado apretados, muy fuertes y que parecía que quería ahogar a alguien con ellos y esa vez no hubo excepción, de hecho lo hice incluso más fuerte, más apretado y sobre todo mucho más posesivo, queriendo sentir cercanía entre nosotros.

Te apreté mucho contra mi pecho, sentí tu cuerpo contra el mío, me miraste justo a los ojos, como si estuvieras esperando algo, con la piel sonrojada, las pupilas dilatas y la voz entrecortada y en ese momento supe que definitivamente deseaba que fueras sólo mía.

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