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XXV.- Irse.

— Ya veo — sí, me sentía una mierda, porque ahí ante tus ojos, realmente lo era y me mirabas como si lo fuera

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— Ya veo — sí, me sentía una mierda, porque ahí ante tus ojos, realmente lo era y me mirabas como si lo fuera. — ¿Entonces qué quieres que haga? — Hacía ya muchísimo tiempo que no me sentía así de presionado e impotente gracias a una situación.

—Vete—

¿Así?

¿En serio era así de sencillo? ¿Te resultaba así de fácil abandonar? Pensé que nunca dirías ese verbo, conjugado en el tiempo que fuere, nunca me imaginé que lo usarías en contra nuestra.

—Pero...— Mi voz terminó siendo trémula, apagada y entrecortada — ¿Por qué? —por primera vez, las palabras resbalaron de mi lengua y atravesaron mis labios balbuceantes, se soltaron bestialmente; todo esto sin siquiera pensarlas ni por un segundo, y sin saberlo ya habían salido de mí. —No quiero verte—

Tragué tanta saliva como mi garganta me lo permitió, aunque no era mucha, ya que un gran bulto me lo impedía, el respirar se volvía pesado y el aire que entraba a mí, estaba entrecorto; sin saber cómo responder a tan dura confesión, mis ojos terminaron por aguarse.

¿Eh? Nunca me había pasado algo así con palabras tan simples. — ¿Perdón? — Claro, no me lo podía creer, por un segundo me quise creer que reirías y terminarías por admitir que era una broma —una muy mala y cruel—; de hecho, llevaba mucho tiempo pensando que te tenía en la palma de mi mano, segura para mí.

Pero nunca fue así.

—Vete por favor, en serio, ya no quiero volver a verte. — y giraste tu rostro inmaculado hacía el ventanal que estaba al lado izquierdo de la cama; aquel aire nostálgico con el que mirabas al exterior, tus ojos llorosos y tu cuerpo en paz, posado sobre las blancas sábanas te hacían ver preciosa y entonces quise llorar tanto, porque al parecer, ya no eras mía y nunca más lo serías.

No era nadie para negarme ni para faltarle el respeto a tu decisión, así que por las buenas, acepté. —Está bien— me levanté de la silla azulada que estaba para las visitas, tomé mi portafolio del suelo con cuidado, mientras imploraba con la mirada el que tú misma posaras tus ojos sobre mí y me suplicaras que me quedara; claro que mis deseos no se cumplieron y terminé por caminar hacia la portezuela deslizante que estaba a unos cuantos metros de donde me encontraba, cuando mi mano alcanzó la puerta, suspiré y mientras una lágrima escurridiza resbalaba por mi mejilla, lo acepté totalmente.

—Adiós—

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