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–Necesito que te calmes Ro –repitió el Chelo.

Estaba sentada en el sillón con un vaso de agua con azúcar en mis manos, temblando.

–¿Te sientes mejor?

Estaba lejos de estar mejor. Aún procesaba las palabras que Marcelo me había dicho hacía diez minutos atrás. Mi papá, mi papito, mi viejo, había tenido un ataque al corazón y yo no estaba aquí para ayudarlo..., todo por estar jugando a la pareja feliz. Y ahora él se debatía entre la vida y la muerte. ¿Qué pasaba si no lo volvía a ver nunca más? Probablemente me moriría. No podía concebir mi vida sin él..., no aún.

–Ro–me llamó, lo miré, mas no dije palabra alguna–. Tómate eso para que vayamos al hospital–dijo, señalando el vaso con el agua con azúcar. El Chelo me miró preocupado. Avanzó hasta el sillón y se sentó a mi lado. No lo estaba mirando pero sabía que tenía su vista fija en mí. Su mano acarició mi brazo y recién fui capaz de reaccionar. Lo miré–. Ro...

Pasó su brazo por mi hombro y me abrazó. En un abrir y cerrar de ojos me encontraba llorando entre sus brazos, mientras él brindaba caricias en mi espalda, intentando calmarme.

–Tu papá es fuerte, Chío. Él va a salir de ésta. –murmuró, intentando brindarme algún consuelo.

Y tenía razón. Mi papá era fuerte... Iba a salir de esta, o eso esperaba. Me alejé un poco de él y lo miré a los ojos. Se notaba afligido y muy preocupado. Algo en mi estómago se revolvió. Los ojos del Celo viajaron rápidamente a mis labios.

–Ro...–volvió a decir. Se relamió los labios.

Comenzó a acortar la distancia lentamente. Podía sentir su respiración mezclarse con la mía. Solo unos centímetros más y nos besaríamos.

Pero por más que quisiera hacerlo, tenía que poner distancia. No podía besarlo, por razones obvias. Me aclaré la garganta y me alejé de él.

–Lleva... llévame al hospital, por favor. –pedí. Él me miró algo... ¿decepcionado?. Sacudí la cabeza. Marcelo tomó mi mano y salimos de mi casa con dirección a la suya, donde seguramente se conseguiría un auto o algo.

Cuando legamos, nos encontramos con un auto color blanco fuera de su casa. Lo miré interrogante. ¿De quién era?

–Pedí un Uber. –respondió mi muda pregunta. Asentí lentamente. Subimos y el chofer se dedicó a conducir. Obviamente, no podía dejar pasar la oportunidad de saludar al Marcelo. Hablaron durante todo el trayecto sobre fútbol, la copa confederaciones y el mundial de Rusia.

Miré por la ventana durante todo el camino, intentando aguantarme las urgentes ganas de llorar que me embargaban de vez en cuando, sin razón alguna... O bueno, sí había una razón. No quería que mi papá falleciera. Y cada vez que lo recordaba se me hacía un nudo tremendo en la garganta. Él tipo se estacionó fuera del hospital central de Padre Hurtado y miró al Chelo.

No podía seguir aguantando más, así que abrí la puerta y bajé rápidamente y eché a correr a la entrada de urgencias, llamando la atención de todos quienes estaban en el lugar. Divisé a mi mamá, sentada junto a la mamá del Chelo. Me acerqué rápido a ella.

–Mamita –ella alzó su vista y mi corazón se rompió totalmente. Sus ojos reflejaban toda su pena, toda su angustia–. ¿Has sabido algo del papá?, ¿Cómo está?, ¿Cuándo podremos verlo?

–Aún no me han dicho nada, mi amor. –sollozó. La tía María la abrazó fijó su vista detrás de mí.

–Menos mal que viniste con ella...–comentó. Fruncí el ceño y me volteé a mirar a Marcelo, que la miraba sin saber qué responder.

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