Capítulo XIX

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Laura e Irene se quedaron pensativas un buen rato, hasta que decidieron pasar un poco del tema y hacer la cena. Cuando Nadia salió de la ducha, se lo encontró todo hecho y, aunque la sorpresa fue grata, no podía creer que Laura no estuviera descansando tal y como le había dicho el médico. Se sentaron las tres a la mesa, y no habían pasado ni dos minutos de tranquilidad cuando llamaron a la puerta. Nadia fue la que se levantó a abrir y entró luego con Nuria.

―Hola ―dijo la recién llegada.

―Hola, no te esperábamos ―contestó Irene.

―Me imagino que no ―rió―. He venido a ver a Laura, acabo de salir del hospital.

―¿Has cenado ya? Siéntate.

―No, que va, Irene. No te preocupes, no tengo muchas ganas.

―Que te sientes, mujer ―insistió.

Finalmente se sentó a la mesa, pues no podía llevarle la contraria.

―Y bueno, ¿cómo vas? ―le dijo ahora a Laura.

―Bien, no tengo problemas. Me están cuidando estas dos, así que por lo que estoy más preocupada es por mi salud mental.

―Sí, es que quiere seguir así de idiota y no le conviene que le enseñemos un poco de sentido común ―bromeó Nadia.

De nuevo sonó el timbre y, de nuevo, fue Nadia la que fue a abrir. Esta vez entró con Aída y con María.

―Hola, ¿qué es esta, la hora de visitas? ―preguntó irónica Laura.

―No, es que acabamos de salir de la tetería y nos hemos pasado a ver cómo estabas ―contestó María.

―¿Habéis cenado ya? ―preguntó de nuevo Irene, aunque esta vez conocía la respuesta.

―No, todavía.

―Pues a sentarse, venga. Os pongo platos.

―Oye ¿tienes? ―preguntó Aída―. Que si no, pedimos algo y ya está.

―No, no hace falta. Hay tortilla, y ya sabéis lo exageradas que somos.

―¿Bueno, y tú cómo estás? ―le preguntó María a Laura.

―Yo bien. No os preocupéis por mí que estoy bien.

―¿Cómo no nos vamos a preocupar? ―preguntó retórica Nuria.

Cuando Irene llegó con el resto de los platos todas se sentaron a comer tranquilamente. No volvieron a tocar el tema, ya que Laura implícitamente les había dejado muy claro que, por lo menos esa noche, quería olvidarse de lo sucedido ese día.

La mañana siguiente todo fue de lo más tranquilo. Nadie puso el despertador porque se tuviera que levantar. Ya era día quince y la mayoría estaba de vacaciones, así que nadie tenía prisa por levantarse. A las diez y media sonó el timbre en casa de las Espinosa. Esta vez no fue Nadia la que abrió la puerta, sino Irene, que era la que tenía de las tres, el sueño más ligero. Abrió la puerta rascándose los ojos, aún pegados, y entreabriéndolos pudo ver que era Víctor.

―Hola, ¿llego en un mal momento? ―preguntó él.

―No, qué va. Pasa, pasa.

―Tía, siento haberte despertado, pensé que ya estaríais despiertas.

―No, pero no te preocupes. ¿Quieres desayunar?

―No gracias, ya he desayunado.

―Vaya, qué madrugador ―comentó mientras bostezaba―. Oye, Nadia aún está dormida, pero yo la despierto en un momento.

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