Capítulo 28 💘

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                Sé que debí haber llamado a Fran para preguntarle si podía quedarme en su casa esa noche

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    Sé que debí haber llamado a Fran para preguntarle si podía quedarme en su casa esa noche. Ella me habría recibido con gusto, y probablemente en esos momentos habría estado disfrutando de una deliciosa cena hecha por su madre. Pero no, estaba en un bar que me encontré en el camino, bebiéndome toda la carta, y con un molesto desconocido a mi lado. Sí, uno de esos estúpidos que cree que por estar en un local nocturno, sin compañía, buscaba invitaciones a lugares indecentes, porque claro, siempre que un hombre bebe en solitario, es un hombre con problemas, pero cuando lo hace una mujer, es una chica fácil.

Disparos. Solamente podía pensar en disparos, y en rifles cargados.

—Me importa una mierda tus convencionalismos sociales —le dije a mi interlocutor.

Yo solo quería embriagarme hasta que el rostro de mi padre saliera de mi mente.

Cansada de una charla sin sentido y de insinuaciones asquerosas, decidí ponerme de pie e irme a otro sitio. Me tambaleé sobre mis talones, a medida que llegaba a la caja y pagaba por el consumo. Ni siquiera fui capaz de contar los billetes adecuadamente, y probablemente acabé pagando demás. Más tarde descubriría que no me quedaba dinero ni siquiera para el almuerzo de la semana.

Salí dando traspiés y en zig zag. Llegó un punto donde tuve que apoyarme de la pared para no caer, y en algún minuto me encontré vomitando en la calle. Esto era, por decirlo en palabras suaves, lo más indecoroso que había hecho en la vida.

Entonces, las sombras que hace un rato me venían siguiendo, me alcanzaron.

—Mira que sorpresa tenemos aquí —dijo uno de los desconocidos.

No tenía aliento a alcohol, estaba perfectamente sobrio y eso me dio más asco.

—Una desagradable sorpresa —añadí, arrastrando las palabras.

Era un grupo de cuatro personas, que me tenían rodeada, y no iba a poder sobrepasarlos sola. Probablemente lo más inteligente era dejarme morir y luego, cuando la tortura acabara, pensar si podría sobrevivir.

—Luego las mujeres dicen que ellas no son las que se arriesgan —Se burló otro.

—Oye yo estoy borracha, tú no —dije, había algo más que quería decir, pero lo olvidé mientras hablaba—. Eres asqueroso —improvisé, solo por decir algo. Ya tendría que aprender a guardar silencio en situaciones de peligro, pero éste no era el caso.

Los hombres comenzaron a reírse entre ellos y sus carcajadas me dieron náuseas.

—Oh, cállense —pedí—. ¿Quieren dinero? Pues tomen, de todos modos está vacía. —Arrojé mi billetera en la cara de uno de ellos. Debo añadir que estaba hecha de cuero, por lo que el golpe debió dolerle al menos un poco.

Mi víctima, evidentemente molesta, sacó un cuchillo y apuntó en mi dirección. Por un momento me sentí lo suficientemente sobria como para salir corriendo, pero para mi mala suerte mi cuerpo no estaba de acuerdo conmigo y fui incapaz de alejarme de la pared.

Lo vi venir hacia mí en cámara lenta, sin embargo antes de poder hacerme daño, se detuvo en el aire. El tiempo se congeló por un minuto, y luego los dedos de mi atacante se doblaron frente a mis ojos, como si una fuerza invisible los estuviera quebrando. Haciendo una mueca de dolor, cayó al suelo, mientras sus amigos lo miraban confusos.

El segundo en dar un paso adelante rápidamente fue atacado por la misma fuerza invisible. No pudo contener un grito antes de caer al piso, sujetando su pecho mientras se retorcía de agonía. Antes de darme cuenta de lo que sucedía, el resto de los hombres salieron volando en otra dirección, como si fueran simples marionetas.

Mi boca se abrió y mis piernas temblaron, haciendo que mi cuerpo se deslizará por la pared hasta caer de rodillas. Me sentía mareada, confundida, y a unos pasos unos hombres se retorcían cual gusanos en la tierra. Estaba segura que esto no era un efecto del alcohol.

Entonces, sentí la presencia de alguien más junto a mí. Me recogí en el suelo, en una inútil posición defensiva, mientras el extraño se agachaba hasta quedar a mi altura, y apoyaba su mano en la pared a mis espaldas.

—Liz —dijo—. ¿Estás bien?

Mi corazón, que en esos momentos nadaba en cerveza, subió a la superficie para tomar una bocanada de aire –o de sangre, o lo que sea que respiren los corazones.

Asentí con la cabeza.

—Pero, ¿podrías ayudarme a ponerme de pie?—pregunté tímidamente, sin confiar ni un poco en mi sentido del equilibrio.

Una leve sonrisa atravesó el rostro de Eros, y sin pensárselo dos veces, me recogió como si fuese una ligera princesa. Un chillido escapó de mis labios al encontrarme en el aire. Su auto apareció en la calle, o quizás yo no lo había visto llegar. Con cuidado me deslizó en el asiento del copiloto, y cerró la puerta para tomar su sitio.

—¿Cómo supiste dónde estaba? —pregunté.

—De alguna manera, siempre estoy vigilándote —respondió.

—¡Entonces por qué tardaste tanto en ayudarme! ¡Eres un pésimo acosador! —exclamé.

—Los héroes siempre llegan a último minuto —bromeó, pese a que su rostro se encontraba serio.

Me crucé de brazos y me dejé caer sobre el asiento. Entonces, me di cuenta que estaba tomando la ruta hacia mi departamento.

—No, no quiero irme a casa —supliqué.

—Tienes que ir a dormir —repuso.

—¡No! Me niego a permanecer bajo el mismo techo que mi padre.

—¿Tu padre está en casa? —preguntó, había sorpresa en su voz.

—Sí, por eso me fui, acosador de segunda —murmuré.

Eros suspiró pesadamente, y tomó el desvío más próximo.

—Déjame en casa de Fran, te diré como llegar —propuse—. Es por aquí, a la derecha. No, espera, creo que era a la izquierda. Un momento, ¿Qué calle es esta?

Entrecerré los ojos para combatir la molesta luz de los semáforos.

—Si llegas a así a casa de tu amiga, sus padres creerán que eres una pésima influencia —alegó.

—¡Lo soy! Pero a veces no se nota —repliqué.

Movió su cabeza de un lado a otro, con reproche. Volvió a girar, y repentino mareo se me subió por el estómago.

—Espera, detén el auto —sugerí.

—No voy a dejarte en la calle —reclamó.

—¡Si valoras tus asientos, detén el maldito auto! —repetí con malestar.

Obedeció a mi petición y se estacionó junto a la acera. De inmediato abrí la puerta y escapé. Tuve que sujetarme a un poste y esperar a que los mareos pasaran, agradecí que la oscuridad de la noche protegiera mi identidad, al menos.

Eros también se bajó del auto, y se acercó a la mujer medio moribunda que suplicaba al cielo no vomitar en plena vía pública —ósea, yo—. Con cuidado, tomó mi desordenado cabello entre sus manos y lo apartó de mi rostro, simulando un moño, de modo que en caso de cumplirse la peor de las probabilidades, mi pelo no iba a verse afectado. Afortunadamente, no sucedió.

Cuando por fin me sentí capaz de montar un vehículo sin devolver todo el alcohol ingerido, emprendimos camino a quién sabe dónde, otra vez. Esta situación no solo era vergonzosa, sino que también ya había hecho suficiente escándalo como para que Cupido nunca más quisiese tenderme una mano en ayuda.

Al cabo de unos minutos, nos detuvimos frente a un enorme edificio que tardé en reconocer como un hotel.

—¿Puedes caminar? —preguntó Eros, aparcando su auto.

—Claro que sí —respondí, bajándome con digna torpeza.     

Cupido por una vez Donde viven las historias. Descúbrelo ahora