Capítulo 7

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El viaje fue largo y la noche nos alcanzó en el trayecto, las palmas de las manos me sudaban, podía sentir la humedad de mis vaqueros sobre mis muslos, ahí donde se encontraban reposando mis manos. Los nervios me atacaron sin poder evitarlo justo en el momento en el que el cielo azul comenzaba a pintarse de naranja y más tarde de negro.
—Es aquí —el profesor Simons se estacionó a un lado de la carretera, apagó el motor y bajó después del coche. Dudosa lo seguí.
—¿Aquí? —miré alrededor; no había más que árboles, rocas y tierra. Él me dedicó una mirada, de esas que buscan tranquilizarte pero en realidad la sentí como la de un asesino serial.
—Tenemos que caminar un poco, por ahí hay un sendero —el señor Simons elevó su mano, apuntando con su dedo un camino estrecho casi imperceptible. «Vamos Emma, es arriesgarte o volverte loca, ¿qué más da ya?». Asentí y le seguí de cerca una vez que comenzó a caminar por el sendero.

Después de treinta minutos de genuina tortura no podía seguir andando, debí de haberle hecho caso a mi madre sobre esas clases de spinning, pero no se lo diría ni aunque mi vida dependiese de ello, prefiero sufrir mil veces esta caminata que verla echarme en cara que tenía razón y que nunca le hago caso. Había llegado al punto donde los nervios habían sido eliminados por el cansancio; maldita la hora en que se me ocurrió venir con el señor Simons.
—Muy bien, llegamos —elevé el rostro y una gota de sudor resbaló desde mi frente, se deslizó por lo largo de mi nariz y se estrelló contra la tierra una vez que se separó de la punta de mi nariz. Frente a mis ojos había un pueblo aislado, lleno de personas que vestían ropas muy extrañas, como si se hubiesen quedado estancadas en otra época.

—Wow —observé incrédula aquel lugar frente a mis ojos, sentía como si hubiese dado un salto atrás en el tiempo, era fascinante, pero a pesar de todo seguía apoyando mis manos sobre mis rodillas mientras respiraba con dificultad.
—Ven, tenemos que hablar con unas personas —seguí el trayecto del señor Simons hacia aquel pueblo y pronto las personas lo recibieron con sonrisas en los rostros.
   Atravesamos el pueblo a paso tranquilo, aquel lugar parecía sacado de un libro de fantasía; las casas se asemejaban más a las cabañas que a cualquier otra construcción no había asfalto, ni piso, sólo tierra. Tampoco había grandes farolas, sino linternas de aceite y en lugar de un gran mercado que los abasteciera de alimentos, había huertos. Incluso, a lo lejos, pude observar como unas mujeres hundían unas vasijas en un pequeño río para llevarlas hacia sus hogares y entonces entendí que mi vida no podría ser más extraña. Mientras andábamos algunas personas se acercaron a saludar al señor Simons, unos cuantos incluso le abrazaron, todos parecían contentos por verlo. Nuestro trayecto llego a su fin en el momento en que llegamos frente a una gigantesca instalación hecha de acero, una construcción que no encajaba para nada con el pueblo detrás de nosotros. El profesor Simons se acercó a un tablero numérico adherido al marco de la puerta, oprimió unas cuantas teclas y la gigantesca puerta se abrió haciendo un ruido sonoro, como el que se produce cuando destapas un embace hermético. El señor Simons tiró de la puerta con fuerza y sus ojos recayeron sobre mí.
—Vamos —caminé, aceptando titubeante la invitación y él entró después de mí. La puerta se cerró por sí misma a nuestras espaldas y una oscuridad absoluta nos envolvió, escuché una palmada tras mi espalda y repentinamente toda la habitación se iluminó obligándome a cerrar los ojos.
—Richard, ¿qué te trae ahora por aquí? —una mujer apareció por otra puerta, y la observé mientras caminaba con gracia hacia nosotros; era delgada y alta, con el cabello negro cayéndole hasta las caderas en ondas y un largo vestido negro con rojo, portaba un llamativo collar con una enorme piedra y unos brazaletes con un par más pequeñas, ambos accesorios eran de un morado tan oscuro que, de no haberse acercado tanto a nosotros, los hubiese creído negros.
—Me temo, Elizabeth, que la razón de mi visita no son buenas noticias —algo atravesó los ojos de aquella mujer en tan sólo un parpadeo y el ambiente entre nosotros se tensó, fue entonces que Elizabeth fijó su vista en mí.
—Supongo que esta joven tiene algo que ver —ninguno de los tres dijo nada más, un abrupto silencio se instaló en la habitación mientras aquella bella mujer me analizaba de arriba abajo con la mirada.
—Es sobre los Oscuros —susurró el señor Simons en un tono de voz tan bajo que me generó un escalofrío que ascendió por mi espina dorsal y me hizo arquear ligeramente, como si me hubiesen empujado desde atrás, pero la verdad es que no sabía exactamente si el origen de tan desagradable sensación había sido su voz o la imagen que mi mente evocó de aquella criatura observándome en la oscuridad. Ella inmediatamente se olvidó de mí tras escucharlo y dirigió su vista de nuevo hacia mi profesor de Historia, esta vez aquello que se había instalado momentáneamente en sus ojos se quedó plasmado un poco más de tiempo y pude reconocerlo a la perfección; miedo.

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LOST (Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora