Capítulo 3

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Miré hacia un costado y luego hacia el otro, mientras James distraía a las pocas personas que había en la farmacia, me dediqué a observar y estudiar desde lejos la góndola de objetos femeninos. Sin parecer una loca preocupada, corrí a través de ella y tomé solamente uno.

Me quedé dando vueltas alrededor de las demás góndolas hasta que decidí ir a pagar por dicho objeto. Probablemente James tenía ganas de degollarme tras tanto tiempo perdido allí dentro.

La señora de la caja era una sesentona de canoso cabello y labios finos. Llevaba un maquillaje algo exagerado para mi gusto y sus anteojos, del peso que tenían, parecían penetrarle la punta de la nariz afilada. Era una de esas viejas que no te querés encontrar muy seguido... en ningún lado.

—¿Qué vas a llevar, querida?— dijo con un dejo amargo.

Deslicé el objeto sobre el mostrador, procurando que nadie vea qué era. Detrás mío, James se agarraba la cabeza con las manos. Sin dudas quería degollarme.

—¡Un test de embarazo!— gritó la vieja malparida —¡Felicitaciones!

Dio la vuelta al mostrador y corrió a abrazarme. Inmediatamente pedí ayuda, pero mi querido amigo fingía no conocerme. Karma, le dicen.

La mujer volvió a su silla tras la mesa y tomó mis manos sobre ella. No hablaba, esperaba a que yo diga gracias o algo por el estilo. Caí en la cuenta de que era una señora "chapada a la antigua", probablemente tenía más de cuatro hijos, daba la vida por sus nietos que iban siempre a su casa a tomar chocolate caliente con malvaviscos. Entre muchas otras cosas de mujeres de ese corte.

Se me ocurrió salir de dicho aprieto con una simple frase:—Pienso abortarlo.

La señora se espantó al punto que su cara pasó de un color normal a un tono blanco muerto. Soltó mi mano drásticamente y tragó de una forma muy ruidosa.

—Son nueve dólares— le pagué —. Retírese de mi tienda lo más rápido que pueda. Y sepa que el aborto va contra la iglesia.

Su expresión era sombría y me dio aún más miedo del que tenía. Tomé la prueba de embarazo por sobre el mostrador y la escondí bajo mi campera. James se había aburrido y me esperaba sentado en su camioneta para llevarme a casa.

La puerta del baño estaba cerrada con pestillo, desde afuera, James gritaba y la golpeaba, tan solo porque yo no respondía.

—¡Wenn! ¡¿Wenn, estás bien?!— se escuchaba desde el otro lado.

No tenía fuerzas para responderle, no luego de lo que había visto. Lentamente intenté incorporarme, lavé mis manos y giré el pestillo de la puerta. No quería abrirla, no quería ver a James o que él me viera a mí en este estado, tan solo esperaría a que él la derribe de una patada.

—Wenn, por favor, abrime. Wenn...

Eso hice, abrí la puerta y ante mis ojos pude ver a un James que se iba relajando y despreocupando poco a poco. En cambio, yo tenía un nudo en la garganta que ansiaba por explotar en llanto.

—¿Qué salió?— preguntó mientras me agarraba por los hombros.

No pude responderle.

Me arrojé a sus brazos y lloré desconsolada como nunca antes lo había hecho en toda mi vida. Sabía que de esta no tenía escapatoria.

—Positivo— murmuré.

James me pasó la cuchara grande. La clavé dentro del pote de helado de pistacho y llevé una gran cantidad del mismo a mi boca. Muchas personas lo harían para festejar, yo lo hice para ahogar las penas.

La Chica de los CaballosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora