Capítulo 15

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De frente a la casa y de espaldas a James, escuché cómo éste se iba de la estancia; primero el ruido de la camioneta al encender el motor, el ruido de las llantas al ir por el camino rocoso y el ruido del acelerador una vez llegado a la entrada. Me daba miedo entrar en la casa, todos los recuerdos de lo que había vivido allí junto a ellos y Maesy vinieron a mi mente, y me golpearon abruptamente. No habían sido cosas lindas, por supuesto que algún buen momento existió, pero prefería reprimir todo y dejarlo archivado en algún lugar de mi inconsciente, en lo posible, con candado.

Decidida, pisé con la punta de mi pie el primer escalón, y luego el segundo. Frente a la puerta, mi mano sintió el frío picaporte y tiró de él hasta que se abrió la misma. Caminaba con parsimonia, literalmente no quería entrar, pero tampoco quería quedarme afuera y congelarme hasta la muerte. Sentía que volaba, que no caminaba en realidad, como si yo fuese etérea, no podía creer lo que estaba viviendo. Al entrar en la casa, dejé de volar y comencé a creer. Se los veía felices, como en su hábitat natural; lamentablemente esa casa no era más su lugar de procedencia. Tenían que irse y rápido.

—Lyn, hija. ¡Qué gusto me da verte!— dijo mi papá mientras me sacudía por los hombros.

—¡Se siente tan bien estar en casa!— exclamó mi madre nuevamente.

Pasé por su lado y me dirigí a mi habitación, luego de cerrar la puerta, giré el pestillo y me quedé allí unas cuantas horas hasta decidir qué haría.

No pude. Ninguna idea vagó por mi mente, ni siquiera la más tonta. Al cabo de un tiempo, dejé de escuchar ruidos y supuse que ya estaban dormidos. Me decidí a salir.

La cocina fue el lugar donde se me ocurrió ir, estaba cerca de la puerta de entrada, por lo que estaba cerca de los establos. Prendí la cafetera, y todos mis intentos por no hacer ruido fueron en vano. Entregada, agarré una taza de la alacena y la apoyé sobre la mesada esperando a que el café se termine de hacer.

—Hermosa noche, ¿no?

Di un salto en mi lugar, asustada. No esperaba que alguno se levantara tan rápido. No esperaba que se levantaran en su totalidad.

—¡Hace tanto no te vemos! —dijo mi madre— Contame, ¿qué es de tu vida? ¿Cómo va la carrera de medicina?

—¿Medicina? Hace cuatro años dejé la carrera de medicina. Claro que se habrían enterado si hubiesen vuelto a casa alguna vez o, no sé, ¡dejado un maldito número de teléfono! — no quería gritar, nunca fui de esas personas que gritan en las discusiones, soy más de las que lloran y las palabras no les logran salir de la boca, pero me habían salido muy fuerte, y mi madre las había escuchado muy claro. Acomodó un mechón rubio de su cabello tras su oreja y titubeó unos instantes.

—No sé qué querés que te diga.

Me daban ganas de decirle que me tenía que ayudar, que me tenía que cuidar, que tenía que comportarse como mi madre. Necesitaba decirle que ya estaba harta de ellos huyendo, de no saber nada. Quería decirle que estaba embarazada y que no sabía qué nombre ponerle. Necesitaba decirle que en ese preciso momento, la necesitaba.

—Lyndy, hija— dijo, y rápidamente sequé las lágrimas que intentaban asomar por mis ojos —. Contame qué es de tu vida. No pudiste hacerlo antes, me gustaría que lo hagas ahora.

—Bueno, para empezar, estoy embarazada de cinco meses. Es una nena y no sé qué nombre le vamos a poner. James propone nombres horrendos.

— ¿James? ¿Va a ser el padrino?

—Más bien va a ser el padre.

Mi madre tardó en asimilar esa información. Muchas veces me había dicho que James sería un buen candidato para mí, pero en ese entonces él era pura y exclusivamente mi amigo, por lo que no la escuchaba; creo que decirle que hubo algo entre nosotros fue impactante, aunque haya sido algo de una noche.

—Bueno, felicitaciones entonces.

Vertí el café en una taza y la tomé con ambas manos.

—No es para felicitar.

—Pero... ¡Lyndy! Estás embarazada y es uno de los regalos más lindos...

—No, no. No es un regalo, es una tortura. Yo no quería estar embarazada, no quería tener hijos nunca en la vida. Así que no me digas que es un regalo, porque para mí es una condena.

—¿Cómo que no querías tener hijos? Maesy tiene tres hermosos niños y los ama, todos los amamos, vos también si son tus sobrinos.

—¡A Maesy no la hicieron sufrir como a mí! ¡A Maesy no la abandonaron en su casa durante cuatro años y la dejaron con un montón de deudas a pagar! ¡A Maesy no le dieron razones para no ser madre y mucho menos le hicieron sentir que terminaría siendo igual de mala madre que ustedes!

Sabía que había dicho cosas de más. Sin embargo, no me iba a disculpar, no lo merecía.

—Creo que es mejor si se van por la mañana, Erica.

—¡No! ¡No tenés derecho a llamarme por mi nombre de pila!

Esta mujer a la que me veo obligada a llamar madre, me siguió gritando; que me habían dado todo, que no podía quejarme... pero a medida que me seguía gritando, lo que menos podía hacer era escucharla. Todo comenzaba a verse borroso y su voz se me hacía distorsionada. Agarré firmemente el respaldo de la silla para no caerme y toqué mi pierna, ya que sentía como si me hubiesen volcado un vaso de agua en la misma. Al observar mis borrosos dedos, pude darme cuenta que no era agua, que era sangre.

—¿Mamá?

Giré mi mano para mostrarle mis dedos ensangrentados y luego caí al suelo, sin darle tiempo a mi madre a sostenerme.

La Chica de los CaballosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora