El cuarto de hospital

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La siguiente vez que despierto, me percato de que no estoy solo en mi habitación del hospital, escucho la voz de Mahad en una cantaleta patética y rebuscada, agradeciendo una y otra vez por la ayuda, pero me cuesta entender lo que dice, así que decido ignorarlo. O al menos eso había decidido hasta que la inconfundible voz dulce y aguda de Muto me saca de mis cavilaciones.

—De verdad. No fue nada. Cualquiera habría hecho lo mismo.

—Joven Yugi. —Interrumpe Mahad, con esa voz conciliadora y determinada, casi autoritaria, con la que me habla a mí cuando me entrena en el arte del Tahtib y estoy tan cegado por la rabia de la derrota, que es momento de parar. —El joven amo está demasiado aislado en su mundo como para ser capaz de recibir ayuda de otros, y usted, contra todo pronóstico, decidió ayudarlo. Esa es una cuestión por la que estoy profundamente agradecido, porque salvó la vida de mi joven amo. Así que sepa que le estaré eternamente agradecido por ello. Mi alma está en deuda con usted.

—B-bueno, gracias, supongo. —Casi puedo verlo sonrojarse ante las palabras de Mahad, y veo a mi tutor sonriendo de vuelta. Es tan cursi... —Debo irme. — ¿Qué? ¡No! No puedes irte todavía, tengo muchas cosas que reclamar aún. Arruinaste mi muerte y te vas así nada más ¡No se quedará así, Muto!

Maldición, no me puedo mover, sigo débil.

—Adelante, joven Yugi. Y de nuevo, gracias.

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Atem despertó desorientado, abrió los ojos olvidando por completo dónde estaba o qué había pasado con él, sintió el frío bajar por su brazo y entrar en sus venas, escuchó el medidor de su ritmo cardíaco y en cuanto vio la lámpara blanca colgando del techo, todo volvió a él como un golpe en el estómago. Parpadeó un par de veces y luego dirigió la vista al asiento a su lado.

Sin saber exactamente por qué, había esperado con todo el corazón ver a Yugi Muto esperando a que despertara, en su lugar, se encontró con la figura de Mahad, su tutor, leyendo un periódico con aires distraídos mientras se llevaba el termo de café a la boca.

Sabiendo que conseguiría que su tutor se quemara la lengua por ello y decidido a conseguirlo, Yami tartamudeó.

—D-deberías estar en la empresa. —Mahad se quemó la lengua, dicho y hecho, pero también soltó el periódico y el café y se levantó en un movimiento fluido y grácil hasta situarse al lado de la cama, posó una mano sobre la frente del joven y sonrió cuando él le regresó una sonrisa cansada, de medio lado y con los ojos entrecerrados. —Por favor dime que te quemaste la lengua.

—Sí, me quemé. —Admitió sonriendo el hombre mientras acariciaba la melena revuelta de su protegido. —Me alegro tanto de que estés vivo...

—Yo no. —Espetó amargamente el muchacho mientras volteaba la cabeza hacia la ventana. —Ese imbécil de Muto arruinó mi muerte ¿Sabes? Estaba todo cronometrado de manera que nadie se enterara hasta que fuera tarde.

—Oh, sí. —Soltó Mahad con sarcasmo mientras levantaba las hojas del periódico antes de que el café las hiciera ilegibles. —Habrías sido la primera plana durante semanas y todo el mundo habría ido a dejar un loto blanco a tu tumba de faraón. Tus padres...

—No me digas que estaban preocupados, —espetó molesto removiéndose en la cama para expresar mejor su punto —porque seguro mi padre ya investigó si puede heredarte a ti la empresa en lugar de a mí. Y mi madre seguro está en el club de amargadas amantes de libros al que siempre va...

Tras el intento de suicidioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora