En el bar de la rubia

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Los invitados se habían ido retirando poco a poco, para cuando acordaron, Atem podía escaparse casi sin que nadie notara su ausencia. El alcohol en la sangre de los invitados los distraería del hecho de que el festejado no estaba. Su padre estaba ocupado con algún millonario interesado en convertirse en accionista de su empresa y su madre había decidido irse a dormir una hora atrás.

— ¿Podrías acompañarme a mi cuarto? —Pidió Atem fastidiado cuando Yugi suspiró por enésima vez. —Juro que si alguien más me vuelve a preguntar si eres mi hermano pequeño voy a invocar la furia de los dioses egipcios.

Yugi soltó una risa por lo bajo y asintió siguiendo a Atem por la casa, dándose cuenta de que, aunque había estado ahí, no tenía ni la más mínima idea de dónde estaba.

— ¿Por qué a tu cuarto?

—Porque ahí nadie va a molestar. Ni mis padres entran a ese lugar sin mi permiso.

— ¿Estará bien que dejemos a tus invitados? Incluso Mana parece agradable.

—Ya, pero yo no quiero compartirte con Mana. Y ella ya te adora, así que mejor no nos arriesgamos a ello. Quiero descansar, Yugi. Es todo. De verdad odio éste ambiente.

—De acuerdo, vamos. —Accedió cuando se dio cuenta de que su amigo de verdad lucía agotado por haber estado tanto tiempo sumido en ese ambiente viciado y frívolo. De camino a la habitación del mayor se dieron cuenta de que uno de los balcones era ocupado por Mahad e Ishizu, el primero acababa de arrancar una flor de las macetas y se la entregaba a la consejera mirándola con devoción.

Yugi sonrió preguntándose si alguna vez alguien lo miraría así, miró de reojo a Atem y se reprendió a sí mismo por sus pensamientos, pero sonrió cuando el faraón tomó su mano para jalarlo hacia el pasillo de al lado cuando él había decidido seguir de frente.

Estaba perdido, pero no se sentía perdido al lado de Atem.

—Mou hitori no... boku... —Murmuró Yugi sonriendo mientras se dejaba guiar por el mayor, comprendiendo aquellas palabras por primera vez y preguntándose si para Atem tendrían el significado que acababan de adquirir para él.

Atem ni siquiera encendió la luz, entró a su habitación y se dejó caer en su cama boca abajo, agotado física y emocionalmente. Yugi sonrió percatándose de que su regalo estaba en el alfeizar de la ventana de Atem.

Con cuidado, levantó la maceta y se acercó a Atem.

—Ne, mou hitori no boku... —Dijo con una sonrisa tímida mientras la luz de la luna bañaba su figura de una forma dulce. —Encontré mi regalo.

Atem se sentó en la cama tallándose los ojos antes de encarar al pequeño y sonreír.

— ¿De qué hablas? —Se estiró para encender la lámpara de su mesa de noche y sus ojos se abrieron de golpe cuando se encontraron con la figura tímida de Yugi, oculto tras los retoños de la rosa del desierto. —Aibou... ¿De dónde la sacaste?

—La encontré para ti. —Admitió dando un paso hacia Atem y extendiendo sus brazos en toda su extensión para que el faraón viera la flor de cerca. —La he estado cuidando ésta semana, mientras no estabas, me hacía compañía en mi habitación y me recordaba a ti. No le puse agua, sólo una vez. Me dijeron que son de poca agua y mucho...

—Mucho sol. —Terminó la frase cuando se percató de que Yugi no lo haría. Atem se puso de pie y tomó la maceta entrelazando sus dedos con los de Yugi, percatándose del vuelco que dio su corazón en aquel momento en que su piel se encontró con la del pequeño. —Después de todo es del desierto... Aibou, es el mejor regalo que me han hecho, de verdad lo es. Mejor incluso que el mago oscuro.

Tras el intento de suicidioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora