3: "Te he saludado"

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Las quedas palabras de la señorita Choi permanecieron adheridas fuertemente a mi cabeza hasta que la próxima sesión de la semana llegó, y mi imaginación se mantuvo ocupada desde el momento en que mi cruel despertador me pateó lejos de la novena nube, arrastrándome de vuelta a un mundo lúcido que me hacía pensar en qué ocurriría cuando la hora de entrar a ese infernal salón de clases se hiciera presente.

Si tan sólo hubiera conservado la hoja de papel en que anoté con lujo de detalle las características del ser de mis pesadillas, entendería el porqué de su desagradable insinuación. Pero en cuanto vi la oportunidad me deshice del escrito de la discordia en el cubo de basura, huyendo lejos como si las palabras contenidas en éste me fueran a perseguir por la eternidad. No contaba con que esa hoja de papel a medio trozar albergaba letras traviesas, esas que con descaro se quedaron estancadas en su lugar de procedencia: mi obstinado corazón.

Bien dicen que si odias algo, mayor es la frecuencia con que se aparecerá en el entorno, teniendo como objetivo único el reírse en tu cara por la poca capacidad de tolerancia que tienes. Por dicha afirmación no me vi sorprendido cuando al abrir la puerta del aula te encontré sentado allí, completamente solo y en silencio. Me aferré con más fuerza a los cordones de mi mochila gris, preparándome mentalmente para darte los buenos días sin trastabillar en el intento, porque si bien cada célula de mi cuerpo había reaccionado a ti de forma negativa desde el momento en que te vi, no podía evitar dirigirte la palabra para siempre (muy a pesar de que fuera una idea que me agradara en demasía).

Te sobresaltaste cuando di el primer paso, pegando un brinquito en tu asiento. Supuse que no estabas a la espera de que alguien apareciera tan de repente a esa hora de la mañana, porque aún faltaban treinta minutos para que el taller diera inicio. Yo estaba ahí por mi necesidad de adelantar tareas, pero desconocía por completo tu razón de llegar tan temprano.

Mantuve la vista en el suelo hasta que estuve frente al pupitre que me acostumbré a ocupar en las sesiones, cerré los ojos con fuerza y antes de levantar la vista, conté hasta diez buscando soportar la sensación de mi estómago revolviéndose al encontrar tu estoica expresión un día más. Demasiado rendido, opté por alzar la voz en un dubitativo:

—Buen día, hyung —dije, y con apresuro cerré un ojo como esperando alguna reacción aversiva de tu parte, tal vez un golpe o una mueca realmente desagradable. Sin embargo, nada de eso llegó.

Resoplé con fuerzas al no obtener respuesta alguna, maldiciendo mi absurda esperanza de aprender a aceptar a la persona que tanto desagrado me causaba, esa que cargué en mi pecho por el mórbido lapso de veinte segundos.

Lleno de desgano dejé caer mi mochila sobre el suelo, sintiendo mi corazón acelerarse de pura furia y vergüenza porque mi orgullo había sido vilmente pisoteado desde el momento en que decidí dirigirte la palabra y me ignoraste sin la más mínima de las dificultades. Fingir que el mundo no existía parecía ser tu don de nacimiento.

—No está de más responder si alguien te saluda —dije entre dientes, abriendo mi cuaderno de dibujo para tener un boceto listo antes de mi clase de las nueve treinta.

Ni una palabra salió de tus labios aparentemente mudos, y tanto era el desespero que me inducía tu silencio que me creí capaz de celebrarte hasta un balbuceo con tal de escucharte decir algo.

¿Qué sólo hablabas con la señorita Choi de tus excéntricas dudas?, ¿esa boca tuya no servía para otra cosa que no fuera ser un gran bastardo ofensivo? Rodé los ojos completamente sobrellevado, y cuando volteé a verte me sentí tan estúpido como nunca antes en mis diecinueve años de vida.

Con la cabeza escondida entre tus brazos, dormías recargado sobre tu pupitre, y respirabas tan lento, tan pesado, que las ojeras bajo tus ojos negros por fin adquirieron sentido. Esa mañana tu piel tenía una apariencia más pálida que de costumbre, y ni hablar de tus labios, los cuales lucían tan resecos que daba la impresión de que pasaste la noche fuera en el más crudo de los inviernos. Te veías tan tranquilo e indefenso, como si cargaras con el peso del mundo sobre tus hombros cada día, por lo que me dije a mí mismo que tal vez la versión de ti que menos odiaba era esa, la que vivía sumida en el mundo de los sueños después de una insoportable semana. 

Quizá ese vergonzoso saludo no fue en vano después de todo, porque pude comprender que detrás de ese monstruo respondón y malhumorado había un chico que sólo estaba cansado, quizá de todo, quizá de todos. El recuerdo aún me cala los huesos, ese en que piqué tu hombro sutilmente cinco minutos antes de que la clase comenzara, apresurándome a fingir que estaba demasiado ocupado en mis trazos antes de que abrieras los ojos.

Me dio miedo mirar tu sonrisa adormilada, porque de por sí las cosas estaban tan extrañas que ya no había necesidad de empeorarlas. 

Índigo [ksj + myg]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora