1: "Te he mirado"

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Te he mirado por primera vez una tibia mañana de verano, bajo las tenues luces de una habitación que de lúgubre no poseía nada hasta que apareciste tú. No miento al decir que en más de una ocasión deseé que también hubiese sido la última.

Arrastraba los pies para cuando entré al aula en que se llevaría a cabo el taller de redacción, por el que tanta euforia había sentido desde el momento en que me supe oficialmente inscrito. Pero a las siete de la mañana con la psique bajo el dominio del cansancio, me vi incapaz de sentir algo además de un fuerte anhelo por haber permanecido en la cama lo que restaba del día y profundo arrepentimiento de encontrarme sobre mis pies, a punto de enfrentar otra supuesta rutina, la cual era más incierta de lo que pude imaginar.

Debí de haber sabido que algo estaba marchando mal desde el instante en que tomé la cuestionable decisión de sentarme en la primera fila, lo más cerca posible de la verde pizarra manchada por borrones de tiza. No sé con exactitud por qué lo hice; tal vez porque olvidé mis gafas sobre el buró debido a la premura con que salí de casa, o quizá porque mi apatía por conversar con gente nueva era más grande que mis ganas de evitar ser fácil de encontrar para la vista de la persona al frente. Lo único que recuerdo con claridad es que ese puesto vacío me llamó desde el momento en que lo vi y no pude rehusarme a ocuparlo. Supongo que en el mundo muchas cosas carecen de explicación.

Aún faltaban diez minutos para que la clase comenzara y ya sentía que el aburrimiento me estaba comiendo vivo, desgarrándome fibra por fibra y embebiendo cada gota de mis energías. Fue entonces cuando comprendí la importancia de la interacción humana, porque hacer cosas como charlar con el sujeto sentado detrás de ti evitaba que te mordieras las uñas observando el reloj al igual que un inepto. Por una fracción de segundo quise mandar al diablo el silencio y hablarle a alguien, pero me sentía tan ajeno a la atmósfera que sólo pude atinar a jugar con el botón de mi bolígrafo retráctil, hundido hasta el cuello en mi ansiedad social.

No es que la gente se preguntara qué es lo que hacía un estudiante de Artes Plásticas en medio de un taller pensado para soñadores literatos. Nadie a mi alrededor tenía si quiera una noción de mi nombre, mucho menos de qué es lo que pretendía sentado allí, y si hubiese contado con algo de suerte me habría topado antes con alguno de los presentes en mis andanzas por la Facultad, lo cual me habría ahorrado el admirar sonrisas amables prendadas a rostros extraños, fingiendo que conocer a alguien el primer día del semestre no es tan incómodo como en realidad lo es.

El aula encerraba una bruma de pereza tan densa que comenzaba a entorpecerme los sentidos, haciéndome suspirar exhausto, como si hubiese hecho algo productivo de mi mañana, no sólo levantarme de la cama a las seis en punto y desayunar un simple e insípido tazón de avena. Consideré dormir antes de que la clase comenzara, pero cuando mi atención terminó puesta en la entrada del salón supe que ya era demasiado tarde.

El sueño en el que tan ensimismado me encontraba se esfumó en cuestión de milésimas, pues presencié cómo la puerta se deslizaba hacia la derecha para permitir el paso a quien yo creí era la señorita Choi, responsable del taller. De haber sabido que eras tú podría haber mirado a otro lado y evitarte en primera instancia, pero nunca he sido del tipo de persona que toma buenas decisiones.

Tú, el chico de los audífonos adheridos a los tímpanos en dolorosa permanencia, vistiendo siempre sudaderas negras que parecían llevarle ventaja en cuestión de antigüedad a la propia institución y cargando en el rostro la expresión de haberte trasnochado un mes entero. Te abriste paso por el aula como no queriendo hacerlo, con el mismo dejo de desinterés con que andabas por los pasillos de lunes a viernes. Avanzaste hacia el asiento vacío junto a mí, decidido a medias, porque esa aura gris de rechazo e indiferencia no te dejaban aparentarlo, y yo sólo atiné a continuar observándote al igual que un raro individuo cuyos ojos no encuentran otra razón de ser.

Te había mirado, a ti y a tu piel pálida. Tu lacio cabello azabache se hallaba peinado de lado, apenas y alcanzaba a distinguir tu frente. Pusiste la vista en blanco cuando un par de tacones resonaron contra el piso haciendo notar la llegada de la profesora. No fuiste el único en expresar tal gesto; otros diez entornaron la mirada, pero yo sólo estaba detestándote a ti. Creo que en ese instante lo supe: las cosas no serían sencillas contigo.

Siendo honesto, nunca me dejé engañar por las populares creencias sobre el amor a primera vista, sin embargo, me parece que al conocerte la existencia del repudio instantáneo llegó hasta mí con todo y fecha de expiración: la eternidad. Era el tiempo en que ver tus tristes ojeras crecidas de desvelo y penurias provocaría que la más grande irritación bullera en mis entrañas.

—Buenos días, estudiantes —el saludo de la señorita Choi no tardó en llegar. Parecía una mujer dulce, sus labios teñidos de rosa y su vaporosa blusa de color menta lo evidenciaban. No entendía por qué la mirabas como si tu más grande deseo fuera deshacerte de ella.

— ¿Qué tiene de bueno otro jodido lunes por la mañana? —cuestionaste iracundo, confirmándome la sospecha de tu mal genio. Diste una ingrata sorpresa al resto, pues ni siquiera te habías tomado la molestia de esconder tu ácida duda en un tono bajo, incluso parecías haber cometido la imprudencia de alzar la voz al momento de plantearla.

—Ah, señor Kim, estaría indignada de no haber tolerado su colérico carácter dos semestres seguidos. Deberían aumentarme el sueldo por el simple hecho de permitir que se inscriba en mis clases —la esbelta mujer tomó con calma tu actitud de perros, tanto así que daba la facha de estar bromeando contigo— pero veo algunos rostros nuevos, así que vamos a comenzar.

Juraría que me volteaste a ver en cuanto dichas palabras llegaron hasta tus oídos; lo sentí, pero evité regresar el gesto. Puedes reírte de mí, pero he de confesar que tu forma de ser me intimidó tanto el primer día. ¿Acaso tu voz sonaba siempre tan áspera?, ¿resultaba fácil para ti ser hiriente con el resto? Si no tenías respeto por tus mayores no quise ni imaginar lo que sería de mí, un simple mortal de diecinueve años. Así que sonreí a la profesora lo mejor que pude, y opté por actuar como si no existieras para mí, infiriendo que el resto hacía exactamente lo mismo pues los ojos de súplica que te lanzaban lo delataban todo.

—Mi nombre es Kim SeokJin, tengo veintiuno y estudio Lingüística y Literatura coreana. Puede que mi vida sea una mierda, pero al menos eso da una razón de ser a todo lo que escribo —dijiste cuando fue tu turno de presentarte ante la clase, y volviste a sentarte tan sonriente que parecía ser nos habías recitado un poema acerca de lo bellos que son los cerezos al florecer durante la primavera.

La profesora te miró al igual que si acabaras de contar el chiste más hilarante del mundo, mientras que los demás se hacían pequeños en sus pupitres, como esperando desaparecer. Yo me limité a sentir lástima por ti. Me pregunté qué tan deprimido debías estar para no transmitir nada más que ferviente hastío por la vida, y me dije a mí mismo que de seguro te encontrabas tan solo que tu último recurso para que la gente te mirara era dártelas de un mal intento de niñato crudo y malo.

—Gracias por tu alentadora presentación, Jin. Prosigamos —dijo con cordialidad la señorita Choi, y me miró con esa sonrisa de adivinar los pensamientos— tú eres más que nuevo para mí, estoy ansiosa de escucharte.

Carraspeé la garganta antes de levantarme de mi asiento, sintiendo las piernas flaquear por la cantidad de personas que se hallaban esperando por oírme decir algo. Mi nombre, qué carrera cursaba, si tenía mascotas, lo que fuera con tal de llenar el sombrío ambiente que se formó a causa de tu llamativa presentación.

—Soy Min YoonGi y estudio Artes Plásticas. Estoy aquí por mis deseos de ser capaz de redactar algo decente y dejar de ser un simple espectador literario.

Sin esperar algún comentario, tomé asiento de vuelta. Transcurrieron apenas unos segundos cuando comencé a sentirme incómodo, como vigilado, como si pusieran sobre mi espalda la irracional paranoia de que alguien se hallaba al tanto de mis pulsaciones. No pude resistirlo más, así que giré la vista en tu dirección y fui a toparme irremediablemente con tus ojos negros. Eran tan profundos que juraría me dio vértigo.

Me estabas mirando fijo, silencioso, y yo sigo sin saber qué es lo que me veías. Parecías haber encontrado algo que creías perdido, y quiero que sepas que eso inquietaba a mi pecho como ninguna otra cosa. Yo también te había estado mirando, siendo irracional y hablando disparates sobre la miseria, y créeme, me arrepentí de haberlo hecho.

Índigo [ksj + myg]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora