Capítulo XI

80.3K 7.6K 13.5K
                                    

El ojiverde conducía tranquilamente por las avenidas principales de Londres; giraba el volante con suavidad y una templada música de jazz mimaba sus tímpanos, al mismo tiempo que golpeaba el cuero con sus yemas. Una cálida sonrisa adornaba su rostro junto con el sentimiento de tranquilidad y estabilidad masajeándole los omoplatos.

Ese mismo día en la mañana, se había levantado un poco tarde —por haberse pasado el fin de semana limpiando su hogar—, pero no lo suficiente para no darse el tiempo de una merecida ducha —con afeitada incluida—, y una buena taza de café humeante.

Se había colocado su mejor traje para ir al trabajo, queriendo lucir presentable después de todas esas veces que fue a como despertaba de sus resacas semanales. Se perfumó de colonia también, y se arregló el cabello a como pudo, anotando mentalmente que tenía que ir a cortárselo. Calzó sus botas más cómodas y elegantes, colocó los anillos en sus dedos y cepilló sus dientes.

Salió del departamento totalmente transformado.

Incluso algunos vecinos se le quedaron viendo asombrados, sintiéndose avergonzado porque se sorprendieran de verlo radiante y arreglado, y no ebrio y desaliñado. De igual forma terminó por ignorarlos, apretando el paso para llegar a la clínica a tiempo.

Arribó al estacionamiento con tres minutos de sobra, saliendo del Cadillac con la maleta colgando del hombro. Se plantó firme al cruzar las puertas de cristal macizo, inhalando hasta llenarse y caminando al checador. Saludó a Sandra que lo miraba impresionada, sonriéndole con los pulgares arriba en señal de aprobación. Él solo rió, y se fue con todas las ganas del mundo a realizar su trabajo.

Sus pacientes recurrentes lo alagaron por su cambio de porte, y eso le llenó los pulmones de aire. Sandra tenía razón: quizá tenía que volver a su antigua vida para encontrarse a sí mismo.

Terminó el trabajo a las 17:00 en punto. Pensó en irse a su casa a descansar por los últimos días de reorganización emocional y de vivienda, pero no podía faltar ese día porque, sino, lo seguiría haciendo los demás.

Así que sí, estaba yendo al gimnasio.

No sabía exactamente que se requería en uno, pero llevaba una botella de agua, sus auriculares y un cambio de ropa deportiva. Y oh, por supuesto, una toalla. Tenía ese problema de sudar demasiado y estaba seguro de que alguien, aparte de él, lograría verlo desagradable.

Pero todo estaba bien. Su día iba bien. En la clínica lo trataron como si nada, además de que tuvo la oportunidad de disculparse con el director. Su departamento estaba limpio y organizado, con suficientes víveres como para hornear un pavo relleno. Había recuperado su porte a como a él siempre le gustó: elegante y masculino. Incluso no había puesto sobre sus labios ningún tipo de alcohol, ni de cigarrillo.

Estaba bien, estaba feliz.

Tal vez seguía viniéndosele a la mente el miedo en los ojos del inocente omega, y sus feromonas asustadas puede que le oprimieran el pecho hasta sentirlo como el dolor más nauseabundo. Puede que junto con esos zafiros se le vinieran las lágrimas de su hermana, y se sintiera el patán más grande del mundo. Puede que la mente se le llenara de eso y más, pero tenía que seguir adelante. No podía estancarse.

No otra vez.

Dobló el auto en una calle para llegar a la avenida donde estaba el famosísimo gimnasio, con una velocidad apacible pero continua. Miró con curiosidad los grafitis en las paredes laterales al espacio peatonal, reconociendo automáticamente la avenida: Brick Lane.

Famosa por el arte callejero y los típicos callejones profundos donde se concentraban algunos vándalos del lugar, Brick Lane llenaba la boca de todos no tanto por eso, sino por las noticias que tiñeron y tacharon el lugar como un espanto para los alfas emparejados y una pesadilla para sus omegas.

El urólogo || L.S. (Omegaverse)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora