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Empecé a tener miedo sobre la importante regla cuando dos amigos de mis madres se casaron. Ellos dos eran de lo más simpáticos conmigo, me hacían carañotas en cada visita y decidieron que sería la indicada para llevar los anillos.

Mamá alisaba una y otra vez mi vestido blanco y me repetía una y otra vez que debía sonreír e ir hacia donde estaban los próximos recién casados. Asentía todas las veces con sus recomendaciones y apretaba el almohadón con las dos sortijas sobre este.

La risa de un niño acercándose me distrajo, venía con un ramo de flores en una mano y en la otra sostenía la mano de un hombre mucho mayor, el saludo a mamá y le explicó algo sobre ir el niño y yo al altar.

Allí temí a la gran regla.

Cuando sus ojos negros me miraron curiosos, cuando soltó la mano de él que al parecer era su padre, cuando vino hacia mí con ese bonito hoyuelo en la barbilla, cuando quito el cojín con las sortijas de mis manos. Cuando tomo mis manos sudorosas y la limpio con su pequeño esmoquin, cuando me entrego el ramo de flores y él se encargó de las sortijas, y definitivamente tuve miedo cuando entrelazo mi mano con la suya dándome una sonrisita.

Tenía miedo porque me parecía lindo, aun más que todas las niñas que conocía y sabía que según las reglas eso estaba mal, por eso temí.

La boda acabo y pasamos a la recepción. Después que todo el ajetreo había pasado busque al chico del hoyuelo, lo vi cerca a sus padres y tímidamente alce mi mano saludándolo, el rio al verme y devolvió el gesto.

Esa noche mi mente infantil daba miles de vueltas, no entendía la presión en mi pecho y la pequeña parte que decía que no estaba bien lo que hacía. Tal vez estaba enferma, me acurruque entre las mantas y pensé que al día siguiente curaría.

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